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Incidente en el cielo milonguero - Una parábola con implicaciones parabólicas(Por Cátulo Bernal)

 —Eso que los creyentes, llaman el cielo, no es una locación imperturbable —dije mirando a los demás lusiardianos, huérfanos del «Oriental» la milonga al aire libre que ahora solo existía en nuestro recuerdo. Era una noche triste de sábado en que no había una sola milonga en la ciudad condal. Estábamos en la semi penumbra del bar «Roñoso» compartiendo licores de garrafa a la mortecina luz de un par de quinques de kerosén, rescatados del almacén del decrépito establecimiento, luego de que un vendaval de agua cortara toda posibilidad de luz eléctrica en cinco manzanas a la redonda.  En la cocina tres espitas con espetones que mantenían caliente un caldero lleno de aceite para las habituales frituras y otras excrecencias alimenticias, completaban la siniestra iluminación de la taberna, con su característico mural en que se recreaban los bailongos de las cuatro edades del tango: la de oro, la de plata, la de bronce y la nuestra, que nuestro filósofo de cabecera había bautizado como la edad del aluminio. Las sombras hacían a los bailantes de la pintura mas alargados, severos,  a la parroquia una difusa concurrencia de humo y movimiento quedo y a Castor y Polux, los camareros, un par de trasgos comandados por el espanto mayor, el dueño.

Afuera arreciaba la tormenta. La «cacería salvaje» en la que creían los antiguos, desplegaba sus huestes a lo largo de la oscura noche. Y como cualquier otra diversión que no fueran las cartas quedaba «descartada», nos entreteníamos contando historias macabras al borde mismo del Halloween americano, el Samhain celta, metidos de lleno en el País de Octubre, al decir de Bradbury. 

—Esta bien que digas creyentes y no religiosos —acotó el filósofo Diógenes Pelandrun, al tiempo que deglutía un pedazo de milanesa al plato, que brillaba más que nuestros ojos iluminados por las indecisas llamas, gracias a la capa de aceite, especialidad del «Roñoso» y foco de indigestión para los pobres extranjeros, que venían desde todas partes del globo a probar el «rústico pintoresquismo de las viandas» tal como figuraba en la mayoría de la guías turísticas—. Creyentes y hasta crédulos, te diría, querido Cátulo.

Pitón Pipeta, cuyos dioses personales se pierden en sus vaivenes tornadizos y el Indio Martín, cuyas divinidades responden a las entidades de la naturaleza en las que creían sus ancestros, no dijeron nada, más preocupados por la cantidad de cebosas papas fritas que embuchó de un solo bocado que en cuestiones teológicas. Proseguí.

—Como les decía, el Cielo, el Parnaso, el Paraíso, Valhalla, y hasta el Go de Oro (permítanme incluir también esta especie de lugar en el que creía mi padre y donde se baila el tango más puro), no responden a un solo sitio ni a características fijas. A diferencia del infierno, cuyas entradas se conocen desde la antigüedad y se ha cartografiado exhaustivamente desde antes de los tiempos del Dante, el cielo es a la medida de quien lo desea. Se presenta de una manera diferente para cada cual. Por lo que pueden irse olvidando de una locación con características fijas, esa imagen de celestialidad nímbida con una entidad que ni siquiera es angélica en la puerta, sino más bien un discípulo ascendido. 

—Y al que además la imaginería popular siempre pone como portero, con una especie de peplo griego y la barba blanca, a juego con el patrón.

—Tal cual, Diógenes. Este cielo del que hablo, era la representación del cielo en la que creía Atilio Bunzade, irredento milonguero que no dejaba pasar un solo bailongo sin bailar al menos dos horas por noche, todas las noches de su vida. Él lo imaginaba al final de una gran avenida con tilos a los lados, bajo un cartel de madera al estilo del «Hansen» de la película de Romero con un portón de hierro tras el que se podía intuir la joda loca. Había que ir caminando, pero la caminata no te cansaba, sino que más bien servía para incentivar el deseo, las ganas de bailar.

»En esa particular versión de la luz al final del túnel, en el que quien abandonaba este plano de existencia veía como en una película de situaciones sus vicisitudes vitales, estaban representados todos los elementos del paraíso milonguero de Bunzade, una clara mezcla entre las películas de Romero, las de Buster Keaton (pues Bunzade además de fanático del cómico tenía comportamientos y movimiento parecidos) y todas las milongas de su vida, idealizadas por su memoria. A tal punto que, de tanto imaginar ese momento cúlmine terminó por frecuentar en  la duermevela de alcohol que le provocaban los malos vinos, la falta de sueño y las malas tandas, aquel lugar irreal para el que se creía destinado. 

Era inevitable. El hombre se dormía en esas tandas que los musicalizadores demasiado expertos ponían para presumir de su saber y despertaba en el Parnaso, atisbando la gloria desde la puerta y sin poder entrar.


» Hasta que una noche como hoy, en que no había una sola milonga en su ciudad, luego de una comida copiosa regada por abundante vino blanco, Atilio se sintió trasportado realmente al cielo. No sabemos como fue. El caso es que se vio arrastrado  a la avenida de los tilos, con la bolsita de zapatos, sus buenas acciones y sus pecados al hombro.

 — Ya veo que este Bunzade era de creer más en las deidades egipcias que en las judeocristianas —dijo Pelandrún.

—No. Esas son cuestiones mías. Como narrador, siempre es más pintoresco creer en un


psico pompo que mide en una balanza nuestras acciones, representadas por nuestro corazón  y trata de equilibrarlas con una pluma, que simboliza la verdad y la justicia. Por cierto, mi pluma será de remojar en tinta.

—Como es lógico, Cátulo. En cuanto a mí déjenme de metáforas. Si hay un sitio después de esta existencia, cosa que dudo, he de llegar al mando de mi tango móvil para descarrilar arriba o abajo del abismo, como buen epicúreo—. Diógenes terminó la bandeja de patatas y se dispuso a pedir otra.

—En la puerta del cielo, Atilio vio en una mesa que estaba a la vez adentro y afuera, un ser que era, o se parecía a la vez a Edmundo Rivero y Rosita Quiroga. Y digo que se parecía, porque las jerarquías del cielo milonguero no ocupan cargos, hacen lo que les da la gana, que para esos se lo han ganado con creces en estas latitudes en las que estamos. Digamos, para que se entienda, que la entidad de la puerta era una especie de Rivero-Quiroga , una entidad hermafrodita y genérica, una representación en facetas duales que además ser hombre y mujer era luz y sombra al mismo tiempo. En la mesa se veía un libro muy usado, que sería el equivalente de la lista de invitados o admitidos, mientras miraba desde una mesa con sus dos rostros el adentro y el afuera. Cada tanto sorbía de una copa de cristal labrado, algo que por turnos era semillón, blanco y clarete.

—«Como pibes al chupete se prendieron al vinacho» —completó Pitón.

—Exactamente. Al ver a Atilio, aquella potestad sobrenatural,  preguntó muy cortésmente:

— ¿Qué se le frunce a la cosa? —Y si lo digo así es porque así lo refiere la historia, siendo cosa el femenino lunfardo de «coso». 

—¿Cómo cosa?

—Que fue lo mismo que preguntó Atilio. La entidad le contestó con la melodiosa voz de Rivero:

—Es que a nuestros ojos y depende de quien pregunte, usted es mijito o mijita. Si pregunto yo será una tal Irma, si pregunto yo, será un Atilio—. La entidad le acercó un espejo. Atilio descubrió sin sorpresas que su imagen correspondía a la de una actriz de cine mudo a la que adoraba, Louise Brooks. Tenia el mismo peinado, un vestido blanco que resaltaba su insinuante figura y los zapatos de baile de cinco centímetros al hombro. Iba descalza. Pero a la vez, y si se reflejaba en la mirada de Rosita Quiroga, era el mismo Atilio de siempre, o al menos una idealización de juventud cargada de una apostura y una belleza que nunca había tenido.

»Irma/Atilio, que sabía donde estaba, pero aún no se había hecho a la idea de su nueva condición, salió a contestar a la faceta Rivero con lo que primero que le dictó su impreciso recuerdo y  los perezosos, lascivos gestos de su amada Louise.

—Vea dondoña. —Aquel ser no la contradijo—. Vengo de lejos. Siempre he llegado hasta la puerta, en la duermevela de alguna de esas tandas en que no hay color ni alegría y una de tanto hacer adornos en la silla, deja vagar la mirada en ensoñaciones hasta que no ve la pista, sino este sugerente paisaje. Otras veces, de tanto vino que he bebido, me entra el balurdo —Esto lo decía dirigiéndose a Rosita— Y llego hasta acá. Pero nunca hay nadie en la puerta. Y no se me permite ir más allá de este portón. Hasta hoy, hoy, que en mi populosa ciudad, que presume de ser una de las cunas y cumbres universales del tango, no hay una sola milonga en la que una pueda solazarse y experimentar las delicias de un abrazo en condiciones, de una buena tanda con los ojos cerrados en la que dejarse llevar por el corazón sin que la mente tenga parte. Ni una milonga para abrazar con ganas y emoción la sugestiva espalda que se curva al influjo liviano de mi mano. No hay. Es inconcebible. No sé si vengo porque es mi hora o de puro hastío. Pero estoy aquí, y aprovecho que están ustedes, a ver si de una vez me dejan pasar, para experimentar de verdad las bondades de una milonga papa, con elementos de baile reo, a los que no les importa tanto la figurita sino más bien el indeleble placer de bailar por bailar. ¿Se puede?

—Un reclamo justo, aunque exaltado. Si se puede no es algo que a nosotros nos corresponda saber. En el libro de entradas no figura su nombre, aún, pero eso no es situación única, aunque si inusual. Si fuera  tan amable de sentarse a esperar aquí, nos encargaremos de averiguar con las entidades encargadas. Puede parecer que aquí seamos infalibles,  pero no. Un corte una quebrada y enseguida volvemos. 

Rivero-Quiroga marca blanca caminó entre la pista y las mesas y desapareció tras unos cortinados. Irma, sopesó sin ningún tipo de vergüenza ni maldad la botella. Al ver que estaba llena, se sirvió una copa generosa. Desde el sitio en el que estaba pudo ver que la ronda era notable. Toda la concurrencia tenía un baile excelente, imponente presencia y exquisito trato. No hablaré aquí de la apostura de los hombres, ni de la belleza de las mujeres,  pues como era el paraíso de Bunzade, correspondía plenamente con los ideales estéticos que la habían marcado toda su vida y también con los que había perseguido sin lograrlos. Al principiar una de esas tandas con tangos que Atilio/Irma no reconocía, un muchacho elegante que miraba a Irma con insistencia, la invitó a la pista con un leve cabeceo.  

»Se parecía, como no, a un imposible amor de juventud y también a una versión de la Virginia Luque de largos cabellos, «la morocha argentina» de veintidós años, en la película «La historia del tango».

 Se encontraron al costado de la pista. Formaron el abrazo. Comenzaron a bailar.

Lo primero que le pareció raro a Atilio, fue que aunque estuviera pecho con pecho y compartiendo palpitaciones en abrazo cerrado, como quien dice, no tocaba ni por asomo a la mujer. No rozaba sus piernas, no sentía la espalda en su mano ni la mano de ella demorándose donosa en sus cabellos. Lo segundo fue que esa misma cualidad de intocabilidad se trasmitía a todas las parejas de la pista. Quiero decir, que no había posibilidad ninguna que dos parejas se toparan molestaran o ganchearan por movimientos inoportunos o la clásica cadencia de Atilio, que más que bailarín virtuoso era un improvisador inspirado y persistente que con el tiempo había llegado a comprender algunas verdades del movimiento. Lo tercero, que la música misma parecía guiar de manera infalible sus movimientos. No había sobresaltos, ni estremecimientos. Aquello era elegante y previsible. No servía ni para cerrar los ojos y dejarse llevar, ni para adormecer entre sus brazos a la rendida acompañante porque era aburrido y carecía del sutil juego que hace de una tanda una instancia memorable.

—Perdón que interrumpa Cátulo. Pero no me queda claro que era cuando estaba bailando. ¿Atilio o Irma?

—Era las dos esencias al mismo tiempo. Disculpen ustedes si es complicado trasmitir la idea de entidades que son al mismo tiempo masculinas y femeninos, ying y yang. Pero es como cuando uno pregunta a algún teólogo que había antes de la nada.

—Ah, Cátulo. Si le contara las veces con las que me he topado con este problema en mis disquisiciones filosóficas. Pero siga, querido amigo—. acotó Pelandrún.

—¿Venís mucho a este baile? —Se animó a preguntar Irma en un intermedio de la tanda.

—¿Acaso hay otras opciones? —dijo él. Su voz era profunda, el bajo retumbante de un locutor de radio.

—No sé. Pensaba que esto era la perfección. La milonga soñada... ¿No estamos en el Paraíso?—. preguntó Atilio.

— ¿El paraíso? Bueno, depende para quien—. contestó la mujer con la que bailaba, cuyas facciones se iban configurando hacia imágenes cada vez más irreales de aquel primer amor idealizado de la juventud—, ¡Que idea! Aquí es aquí. Y se está bien. ¿No sientes? Energía. Energía. Todos es luz y energía.

»Irma miró. Más que luz, le pareció que todas las cosas reflejaban una palidez insulsa, un decorado estridente del que no se sentía parte. Cuando empezó el otro tango, que como todos allí era la sumatoria de todos los tangos que Atilio había bailado en su vida y no se parecía a ninguno, Irma quiso sentir el calor de su cuerpo contra su cuerpo. No sintió nada. Cuando terminó preguntó:

—¿Quién eras antes de llegar aquí?

 —¿Aquí? ¿Quién era antes de aquí? No entiendo. Siempre es esto. Siempre somos no somos, somos.

—¿Pero nunca hay un antes y un después?

—¿Para qué?

Entonces, contraviniendo todos los códigos milongueros, Irma/Atilio, abandonó la tanda y se fue a refugiar a la mesa del Rivero/Quiroga. No se animó a mirar a la ronda, porque supo que una faceta suya estaría allí, abrazada a aquel ser. Percibió movimiento en la avenida. Quien se acercaba tenía la postura y los andares de una bailarina que ha frecuentado y ha vivido el tango toda su vida y con todo su cuerpo Cuando llegó a la mesa miró atentamente con sus ojos grandes a la pista y la ronda. Su cara delineada por rizados cabellos castaños, le pareció a Atilio/Irma de una familiaridad insoportable. Ella dijo.

—¡Que milonga más rancia! Acá no hay alma ni corazón. ¿Esa es la lista de invitados? —quiso saber la mujer, mirando con grandes ojos expresivos.

—Mas o menos. Más o menos—. Contestó Atilio. Abrió el libro por donde había un marcador de tela roja. Con desesperación vio que en la primera línea de una página nueva figuraban los dos nombres.

—Puaj... que cosa más insípida. Ni loca me meto en este antro de figurines.

Entonces Atilio/Irma hizo algo que no se sabe si era parte de su destino o un impulso fortuito ante la horrenda vacuidad de aquel paraíso insoportable: Tachó los dos nombres de la nueva página. 

—¿Y ahora qué hacemos?

—No se usted, pero yo ni loca me quedo acá. Me voy a los bolichitos aquellos—. dijo la mujer, señalando a la avenida con los tilos. 

Atilio miró, pero no alcanzó a ver a que se refería la mujer, aunque si le pareció oír el sonido de aquellos tangos familiares que había bailado toda su vida. La mujer se fue con los zapatos al hombro y se perdió entre los árboles. Un poco después volvió la entidad a cargo de admisiones.

—Bueno. Estuve haciendo un par de gestiones. Está todo arreglado. Queda asentada su queja pero no subsanada. Lo lamento mucho pero en cuestiones de organizadores no se nos permite intervenir. En cuanto a usted...—En ese punto la entidad abrió el cuaderno. Vio el tachón. Miró a Bunzade y más allá, hacia la arboleda. Con una mano quiso escribir y con la otra agitó la pluma de tal manera que una gota chorreó aquella página de infinitos renglones.  Y aquel gesto fue el segundo previsto imprevisto de esta historia. Rivero/Quiroga dijo entonces:

—Vaya. Que contrariedad. Que torpeza. No se hace una idea de cuanto lo siento. Ahora hasta enmendar esta metida de pata habrá innumerables instancias que pueden llevar una eternidad.

—Y entonces qué hago. ¿Vuelvo abajo?

—¿Abajo dice?  No. No. eso ya no será posible. Esto es como en los cuentos de hadas. El ahora del que vino y todas las personas que lo conocen ya son pasado, porque aquí el tiempo tiene otros parámetros. No puede volver.  Lo lamento por usted, por ustedes. y me alegro. Porque tampoco es que vamos a tenerlos acá en espera. En estos casos hay compensaciones. De hecho, creo que su amiga ya está disfrutando de este «increíble» error burocrático.

—¿Mi amiga?—Quiso saber Atilio.

—Bueno. Yo diría más bien que es su compañera de viaje. Perdóneme que se lo diga, pero ella ya se ha hecho cargo de la situación, cosas del saber amigo. Pero no se inquiete, al final y tarde o temprano siempre se llega a la sabiduría. Usted no se apure. Lo espera, lo esperan allí.  Cuando sea el momento volveremos a vernos. Vaya nomás. Por allí.

Atilio miró hacia atrás, desconcertado. Una ligera brisa movía los arboles en sombras.

—¡Pero si allí no hay nada!

Aquel Rivero/Quiroga hizo una bola con el papel entintado y lo arrojo lejos, muy lejos, hacia la avenida. Irma vio entonces que a cada lado, las veredas de tilos estaban jalonadas de luces. La brisa comenzó a traer el sonido de algunos tangos conocidos que se mezclaban con el ruido de conversaciones y una alegría contenida. Supo que cada luz correspondía a una milonga.

Cuando volvió a mirar la entidad, el portón y los bailantes ya no estaban.

Bunzade sintió frio. La avenida con sus coloridas luces (muchas de las cuales correspondían a fogatas) lo llamaba de manera irresistible, con la misma inocente ansiedad de las primeras tandas. Con paso firme comenzó a caminar hacia la primera milonga de aquella larga noche.»

Una nueva racha de lluvia, viento y relámpagos iluminó las mesas del bar «Roñoso». Todos se habían quedado en silencio. Pitón comentó:

—¿Pero esto es una historia de terror, una fabula o qué?

—Digamos que es una parábola con implicaciones parabólicas. Una fábula sobre los sueños y las despedidas—. Dije.

Un poco después. Con la llegada de una nueva bandeja de papas fritas, Pelandrún agregó:

—Con lo que la moraleja  final y lo único que queda claro de esta historia es esta sencilla y determinante realidad: Cuando no hay milonga, no hay poder humano ni divino que enmiende la situación. 


Dedicada a la memoria de Olga Besio y a la de Rubén Veliz, que deben andar disfrutando de los bolichitos milongueros al costado del otro lado, donde se baila con pasión y sin ostentación.

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