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A PROPOSITO DEL PIBE JACINTO

La primera vez que lo vi, fue en los confines de aquella efímera milonga de Pocho y Beba, que anduvo desangrando noches inolvidables durante cinco años hasta que ya no fue. Yo paseaba la mirada por la ronda desde una mesa a la que se acercó para cambiarse los zapatos uno de aquellos viejos milongueros con un bolso de cuero al hombro, donde seguramente había un frasco de colonia, un par de pañuelos,   medias y algún libro ajado, además de algunos otros implementos útiles, porque siempre se sabe donde empieza la noche, pero nunca donde se acaba. Aquel hombre, se estaba calzando los zapatos cuando miró a la ronda, divisó algo, puteó entre dientes y, con el mismo empeño que había puesto para calzarse, se volvió a poner los mocasines de calle y se fue sin decir palabra.

Miré a la pista. Una pareja avanzaba entre las armoniosas figuras siempre vistas que bailaban  en diversas variaciones de lo mismo, como casi todas las noches. El hombre estaba vestido con un ambo malva que era menos vistoso que su baile. Apenas tuve tiempo de ver a la mujer con un vestido verde y de entender que ambos se habían mimetizado en el movimiento como si fueran sombras. Y no sabría decir quien sombra de quien. 

Lo que bailaban era, en aquella pista de cadencias familiares, una estridencia, el chirrido de una tiza sobre el pizarrón, un tizne de carbón en un Monet, una progresión que era llevada al extremo —siempre al borde del compás en un extraño juego que buscaba vulnerarlo y lo hacia casi flexible— hasta un hiato en el que se detenía y acentuaba el silencio sugerido de la orquesta.

Era una cosa horrible.

Me obligué a mirar a los demás. Apenas pude. En su familiar baile me parecieron simples y hasta elementales. Y con esto no quiero decir que no se prodigaran en figuras. Al contrario. Abusaban de ganchos, sacadas, sanguchitos y giros, a diferencia de la extravagante ebriedad sobria de malva y verde, cuyo baile estaba vivo. 

La mujer se dejaba llevar con los ojos cerrados y aprovechaba las pausas para llenarlas de sutiles adornos que escapaban a las sutilezas previsibles. El hombre interpretaba con la cara las variaciones de su movimiento e incluso se daba el lujo de cerrar, el también, los ojos cada tanto. Las piernas de los dos iban de un juego de apareamiento entre misiles a un cortejo de cobras en mortal lentitud.

Terminó la tanda. La mujer volvió a la mesa como si hubiera  bailado en una nube. El hombre en cambio, era una nadedad de rasgos olvidables, envuelta encima de una conjunción púrpura, apenas tolerable a gusto alguno. 

Bailó otras tandas. Con ese estilo atormentado e insólito que le cambiaba la cara y que ponía a las compañeras al borde del delirio. Me privé de bailar para verlo. Quise entender que era, en esencia, esa fealdad hipnótica. Y entonces comprendí que estaba ante un maestro, un autodidacta del movimiento, un primordial invulnerable a las veleidades de las nuevas técnicas.

Bailé con alguna de aquellas mujeres con las que había bailado aquel hombre. No supieron decirme ni su nombre. Noté que mi experiencia de quince años en el tango las aburría. Una de ellas me dijo cuando le pregunté abiertamente por su baile con aquel milonguero desconocido «Es...como comer un helado al atardecer al borde de una playa, con uno de los impromtus de Schubert. Estuve en otro mundo hecho de música y abrazo. Y ahora he vuelto».

Creo que aún estaba drogada por el baile con malva. Y que era cursi. 

Busqué en esa larga noche, su trato y con una leve esperanza que se desvaneció, algún consejo o una palabra suya. Cualquier procedimiento que no fuera cabecear o sacar le era ajeno. Apenas obtuve de un viejo milonguero su nombre:

«Ese es pibe Jacinto, maldita sea la hora». Dijo escupiendo al suelo.

A lo largo de los años volví a ver a Jacinto en las milongas y situaciones más insólitas. Fui testigo de como tiró media copa de vino a la pista, en la desafortunada exhibición de una pareja que resbalaba sin bailar. «A ustedes les falta barro, mijos», dijo, con una voz que era un susurro ostentoso. Otra vez en medio de una exhibición llena de técnica y falta de pasión, sacó un habano, lo descabezó con un cortador de hoja, lo encendió y envuelto en una nube de humo y misterio, se fue con paso mesurado en dialogo silencioso con sus dioses. En un bailongo de fin de año se arremangó los pantalones en tanda de milongas  y se puso a bailar con una excelsa compañera como si estuviera pisando uvas para un vino patero. Ella volvió de bailar la tanda de su vida y él... se alisó los pantalones y con su cara de nada dijo: «Milonga con Berón,  ¡pa' giles! No aprendo más».

Nunca nadie le recriminó nada. Como si fuera una deidad sujeta a potestades superiores. Predicó soledad sin entablar jamás conversación. Si quería un vino o una empanada, señalaba y pagaba sin hablar. Venía solo y no supimos si se iba solo. En algún momento de la noche se esfumaba. Y la pista era un hueco que tratábamos de llenar con entusiasmo y nuestros pobres bailes de siempre.

Una de esas noches fue la última. Dejó de aparecer por las milongas. Aunque cada tanto, alguno comentaba haberlo visto en pistas de Miami, Aldo Bonzi o Nepal.

Con los años me topé con muchos que dijeron ser sus discípulos, los guardianes de sus pasos. Citaban frases de su sabiduría como quien cita versículos de la biblia, ninguno repetido y ahora que lo pienso, todos apócrifos. Incluso en redes se jactaban de ser sus alumnos, con sentencias absolutas sobre el tango, ilustradas por tipos bailando que nada tenían que ver con el Jacinto que yo conocía, o mejor dicho desconocía. En vano me esforcé porque me dieran alguna dirección, un móvil, alguna seña particular donde tomar clases. «Te tiene que elegir él. Y cuando te elige te da un intensivo de un solo paso, pero perfecto», me dijo un cargoso que dio un par de exhibiciones en eventos baratos. Otro me dijo: «¿Sabés cual es el secreto de su candencia? Cuando se para no es que esté acentuando conscientemente un silencio, solo esta esperando que lleguen a ese momento todos los movimientos que hizo antes y a la vez los memoriza, para no hacerlos después». Y otro me comentó: «No es que mueva el cuerpo. Es la cara la que maneja todos sus movimientos como un titiritero» Era una convención de tics nerviosos. 

Todos notables elementos de una obsesión.

A todas esas variaciones desafortunadas de Jacinto las vi en la pista. No eran gran cosa. Muy de vez en cuando creí ver en ellos un destello jacintiano, un reflejo automático de una desprolijidad genial, hecha con mucho esfuerzo y poca gracia.

Salgo a bailar. Y mientras bailo me acuerdo de algún movimiento  incopiable del extraño Pibe Jacinto y busco hacerlo.

Pero no hay caso. A mi la fealdad me sale fea».


Foto de l vieja y querida milonga del Pipa, en el centro gallego de Barcelona, lugar en que se vio alguna vez al pibe Jacinto, protagonista de la crónica.

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