Sabido es que el Diablo, el tentador, el enemigo o como quieras llamarle, es una figura importante en la mitología y la historia milonguera. El caso de Mirta Bunrell, que comentamos hace algún tiempo en este mismo blog, es un ejemplo extremo de celo religioso, entre la rumorología de posesiones, la compra-venta de almas y otros aledaños infernales, en el que percibimos una presencia tangible para quienes, como Mirta, se obsesionan por el mal como un elemento cierto, teológico y obsesivo. Un elemento que muchas veces trasciende la frontera de la fe o la creencia y se mete de lleno, y de entrecasa, en nuestras milongas.
Aquí, en Barcelona, sin ir más lejos hemos podido constatar algunas oleadas de ese mal, encarnado en inidentificables enemigos, presuntos integrantes de nuestros bailongos, que, influenciados por esa misteriosa fuerza, incitan a comentarios destructivos con perfiles falsos en redes tangueras, anónimas notas hirientes que han desacreditado a personas publicas e importantes del ambiente, un accionar solapado, latente y nunca abandonado de denuestos y descalificaciones qué, en diferentes épocas, han provocado malentendidos y furores insanos.
No se trata de los típicos comentarios peyorativos acerca de tal o cual baile(hablo de lugar y ejecutantes) el inocente y vulgar comentario malintencionado de la milongueridad que lleva años bailando y se las sabe todas. Hablo de periódicos ramalazos de mal focalizado, un mal que hemos venido soportando desde que comenzó esté siglo.
Podría tratarse del típico o la típica envidiosa despechada, alguna persona a quien han ofendido gravemente y lleva a cabo una sistemática y paciente campaña de venganza y descrédito cual si fuera un villano de opereta con un tango de Piazzolla de fondo.
Pero …¿Y si se trata del enemigo, la serpiente, el tentador, el viejo dios que sucesivas religiones nuevas han transformado en demonio?¿Es posible que esas campañas provengan de una misma entidad perturbadora, sea esta sobrenatural o mundana?
Hemos podido constatar que cosas similares ocurren en redor del globo. Pistas distintas, la misma e insidiosa fuerza que muchas veces se achaca a malevitos de película y a otros personajes con reminiscencias góticas, que se creen vampiros. Y lo que es peor, seductores.
Las gentes sabias comentan que en algunas milongas de antes se veía un diablo vestido con traje rojo fresa, una camisa color tormenta y el pelo brillante de gomina y tintes. En esas milongas de baños lejanos, el ser se paraba al final del pasillo e improvisaba una melodía infernal con un peine envuelto en celofán. La gente que iba a adecentarse al excusado quedaba obsesionada por la melodía. Aunque las gentes sabias no se ponen de acuerdo en cuanto a los efectos de esta perturbadora música. Hay quienes dicen que quienes la oían perdían el compás y al volver a la pista, aunque fueran de baile fino y cadencioso, provocaban el caos. Y quienes comentan que sólo se perdía el recato y que los tentados se abandonaban a los furores sexuales en brazos del demonio, qué, en su forma femenina, era una milonguera de embriagador perfume y sedoso vestido color sangre.
En ambos casos, la ruina, la perdida del patrimonio y de la identidad milonguera estaban asegurados. Las personas tentadas abandonaban la milonga con inciertos — y algunas veces venturosos— destinos.
O desaparecían en los baños sin que se supiera jamás de ellos.
Con el tiempo, este imposible demonio hermafrodita ha cambiado de vestimenta y melodía. Ha usado camisas hawaianas, pantalones bermudas, corbata elástica, zapatillas negras con la marca de un tridente en la punta, gorras tejidas, camisetas de tango maratones que no existen, tiradores sin sujetador, minifaldas de satén, tacos de diez centímetros, vestidos tatuados en la piel y otros complementos que provocan comportamientos obsesivos. Con peines, voz, susurro o suspiros, la entidad ha interpretado rocanroles, sardanas, cumbias, boleros, zambas y otras manifestaciones de la música popular. Aunque no se registran intervenciones en las que el mal haya utilizado reguetón.
Hasta para los agentes del averno hay líneas que no pueden cruzarse.
Otra leyenda de la milonga nos habla de demonios que se te aparecen con tarjetas tentadoras que invitan a orgiásticas milongas en lugares que en la realidad son infames, o prometen la maestría a corto plazo en ejecuciones coreográficas a alta velocidad.
Entidades estas qué, no necesariamente son de índole sobrenatural, aunque si paranormal.
Se sabe de personas comunes qué, influidas en sueños. han tenido la loca idea de montar milongas que creen, serán exitosas, en lugares poseídos o lastrados por deudas ocultas. Los pocos milongueros incautos que acuden allí a bailar, salen espantados con la combinación de mal olor, movimientos de índole satánica, sombras que proponen negocios ilícitos y otras desventuras espeluznantes, como el consumo de comestibles o bebestibles insanos.
Quienes acometen tales empresas se condenan de por vida. Y no necesariamente por causa del maligno.
Henry Sacmer, nuestro hombre de las entrevistas nos ha dejado algunos testimonios de gentes a las que podríamos calificar como mínimo, de dudosas. veamos algunas:
Saturno Crencha: Quien dice que el diablo no existe tendría que ir a la milonga Il Cuchiufo. Me llevaron unos amigos residentes en una ciudad italiana que no nombraré para no atraer el mal que llevo desde entonces. Aquellas gentes se pasaron la noche bailando algo que parecía tango, pero con unas variaciones imposibles de asimilar. En vano intenté aferrarme a un cantor u orquesta. Y eso que sin ser entendido, soy conocedor de esas tandas que hemos escuchado miles de veces. Mis amigos, ajenos al ambiente, me urgían a bailar. Invariablemente mis cabezazos eran rechazados o topaban con solícitos gerontes que amablemente se cruzaban sin contemplaciones para sacar a las muchachas. Desesperado, probé también ir hasta la mesa de alguna muchacha de buen baile. Fue en vano. Mis pies me devolvían a la mesa, donde mis amigos habían pedido para picotear espaguetis con pesto. Para no desairarlos pedí también una porción, que me trajeron con Barolo. El pesto picaba como un fuego. Intenté vanamente apagar el picor con el Barolo, que resultó ser un Chinato caliente. Sin saber que hacer, pedí agua. No tenían. De alguna forma debía aliviar el malestar. Se me ocurrió pedir una tanda de milongas al musicalizador. Tampoco tenían.
—Aquí bailamos esto —dijo el musicalizador, impasible.
Entonces oí algo que parecía una enloquecida mezcla de aullidos y maullidos. Toda la pista se electrizó en un movimiento plenamente sexual y a la vez decadente. Mi cabeza se movió sola —lo juro —,invitando a una muchacha madura que salió sin vacilación, arrastrándome a la pista. No soy capaz de describir la fuerza que empleé para caminar solamente diez compases. Aquel engendro era inamovible, impermeable a cualquier sugerencia, marca o intención. En uno de los lados de la pista había un patiecito con arbustos en donde se intuían movimientos. Quise huir, pero el abrazo de la diablesa era una forja, en la que se me comprimían todos los músculos en monstruosos nudos. A merced de fuerzas desconocidas para mí, me entregué sin luchar. Ya van para diez años que estamos juntos.
Edna Rooso: Vestía un terno rayado y un pañuelo de seda bermellón atado al cuello. Me miraba. Me cabeceó. Salí a bailar. Olía a menta vieja. Bailaba saltando. Sin hablar me sedujo. Mas tarde estábamos en mi casa, sin que supiera bien cómo. En la semi penumbra del cuarto sentí su cuerpo casi sin verlo. Mis manos acariciaron un par de cicatrices hondas en su espalda. Mis piernas, las suyas, con mucho vello. Me dormí, exhausta. Cuando desperté me costó entender donde estaba. Mi perro estaba también inconsciente.«¡Cuqui!, ¡Cuqui!, ¿Qué te pasa?» dije, mientras lo zarandeaba. Fui a buscar su recipiente de agua y no lo encontré. En la casa solo quedaba la luz roja y algunas latas de guisantes, Debe haber sido el perfume.
Saul Dagenhain: Siempre he sido de natural incontinente. Y más en las milongas, donde no se hace asco al vino brabucón o a la cerveza. Eso que cuentan del diablo y los baños yo lo he vivido en carne propia. Y en una milonga en particular, de mala fama, que son las divertidas, porque no se baila fifí y todos son auténticos. Esta quedaba en una nave industrial, salvada del desahucio. En las primeras noches tenían un baño químico, que clausuraron porque más de una pareja lo utilizaba para actividades extra curriculares. Entonces fue cuando rehabilitaron con un gasto mínimo los viejos baños de la usina. Quedaban detrás de una puerta de hierro, con ogros de forja a los costados. En el medio y en relieve había un cartel, escrito con esas letras góticas que practicábamos en la escuela, con una recomendación: «Haga lo suyo y no se demore». Era un cartel muy viejo.
Uno abría la puerta chirriante y se encontraba con un pasillo oscuro, húmedo, con un par de focos en el medio. Al fondo, dentro de un resplandor rojizo, uno creía ver una figura o dos, esperando.
El pasillo era aterrador. Largo, con algunos bultos tapados a los costados.
La primera vez pensé: yo hasta el final no llego. Volví a la barra, pedí uno de esos vasos plásticos de medio litro que le dan a los fuertes consumidores de combinados y a los borrachos de última hora. Volví al pasillo, caminé dos pasos(no me animé a ir más allá) hice, lo digo sin vergüenza, en el vaso. Mientras me aliviaba, la figura aquella parecía moverse, oscilar. No le saqué los ojos de encima. En el pasillo sonaba una horrible versión lenta de Bomboncito cantada en bajos retumbantes, graves. Te helaba la sangre. He sabido que muchos hombres hemos hecho lo mismo. Y algunas mujeres también. El pasillo daba cuiqui. Un cuiqui tremendo.
Pero ahora voy a contar algo curioso. Algo que me pasó una noche en la que estaba borracho y ebrio de amor, excitado, incontenible. Estuve bailando con La mujer. Bailar con ella te producía esa extraña sensación de vacío y plenitud al mismo tiempo. No soy bueno explicándolo. Ella estaba ahí, siempre cerca, siempre pegada, con un maravilloso calor de coñac en un atardecer de viento y mar. Pero bailabas y tus piernas nunca la rozaban. Como si bailáramos dentro de un aura fragante, unidos, pero libres, en comunicación suprema.
La tanda, la conversación, la noche, prometían mucho más. Mi fatal incontinencia no iba a arruinarla.
Valiente, pasé la puerta de hierro sin el vaso. Camine un paso, dos. Dudé. Si lo que se ve al fondo del pasillo es el diablo, pensé, esta noche no me vendrá mal de consejero. Avancé. A medida que mis pasos me llevaban al final la horrible versión de bomboncito sonaba a... otra cosa. Las voces sonaban como un coro solo integrado por Virginias Luques en diferentes tonos. El pasillo mismo tenia cuadros, espejos y un fasto singular. El diablo no estaba, como había imaginado, al costado de la puerta, sino un poco más allá, en medio de la luz rojiza. Era un hombrecito con un traje negro, desteñido, y una de esas valijitas con correas, que llevaban los chocolatineros en los cines de antes: La vieja valijita estaba llena de paquetes envueltos en papel de estraza. Cuando pasé al lado, la entidad hizo un gesto o un saludo. Me miraba, suplicante, mientras estaba en el mingitorio.
—¿Necesita alguna cosa?, ¿alguna salvaguarda, protección, seguro? ¿Un por las dudas? —preguntó.
—No, Tengo lo que quiero. Y lo que busco, por suerte, me lo gano con mi voluntad y valor —le contesté.
— ¿Por suerte?¿Le parece? Siempre es mejor asegurar la jugada. Siempre, le digo yo que estoy en este ramo desde hace mucho. Nunca viene mal una ayudita externa...usted ya me entiende... Ahora mismo puede que las cosas allá afuera no sean como usted cree que son. Hay cambios. Usted sabe. Y estos momentos que vivimos son.. inestables. ¿Quién no querría tener garantías a precio de costo? El negocio, ya no es lo que era, mucha gente va por libre, y a nosotros nos cuesta el todo mucho más. Con la competencia pocos se animan a llegar hasta acá. La influencia.. ¿Qué me dice amigo mío? ¿Me hace la gauchada y se lleva algún intangible en oferta?
Debe haber sido el vino. Me acomodé el pantalon, me paré a su lado, tuve el coraje de mirarlo a los ojos —unos ojos profundos, con un resplandor de fuego en el fondo— y le dije:
—No. No necesito tratos, pactos, ni condenaciones. Y menos con un diablo barato como usted.
De la carcajada que le dio, al tipo se le cayó el peinecito de celofán. Por fin dijo todavía riéndose:
—¿El diablo? ¿El diablo dice? ¿Con estas pintas y acechando en el baño barato de una milonga berreta? Esa si que es buena—Y apenas lo dijo, la carcajada se le fue muriendo en la garganta y se transformó en una sonrisa triste —Ya veo. Ya veo a lo que hemos llegado...La competencia. Los códigos antiguos...
—¿Ambiguos?
—También. ¿Sabe Cuántas veces hemos tenido usted y yo esta conversación? ¿Cuántas veces a lo largo de los años y de los pasillos he dicho exactamente las mismas palabras? No digo usted... sino lo que usted encarna....Siempre ha sido difícil, pero ahora....ya no es una cuestión de jurisdicciones sino de ausencias. La competencia anda en las mismas. Y no creo que le vaya mejor. Todas esas cuestiones del nuevo escepticismo espiritual...
—No se lo que me dice...¿No va a tocar algo con el peinecito envuelto en celofán?
—¿Qué le apetece? ¿Mesteres de juglaría y de clerecía, maitines, sonatas, baladas, boleros, tangos, milongas? ¿Una sencilla melodía inolvidable tal vez? La cosa ya está perdida. Y no es precisamente culpa nuestra. Ni suya. Acepte al menos un consejo amigo mío....
Lo corté con un ademán. Ya me sobraba su tono quejumbroso.
—Yo no acepto consejos de pobres diablos como usted.
La luz del pasillo pareció titilar. El rojo de los baños se intensificó. Una bombita estalló. El hombrecito miró hacia la puerta oxidada. Todo parecía mas viejo. Dijo como un lamento:
—Ya quisiera yo....Esos pobres necios todavía sueñan con la reinserción y el brillo. Pero yo...Yo no puedo hacer más. Siga su camino amigo mío. Que le vaya bien.
Lo dejé arreglando con cariño el celofán en el peinecito. La caspa acumulada en la hombrera del saco caía al piso como una nieve sin pretensiones. Caminé por el pasillo y volví a la normalidad de la milonga. La mujer bailaba con uno de esos expertos puro paso. Cuando quise cabecearla me esquivó.
Poco después se fue con el. experto.
Me obsesioné con ella. Perdí el gusto por el baile, por la milonga. Sacrifiqué mi alegría en encontrarla yendo de milonga en milonga.
Todo en vano. No he vuelto a verla. Y al galpón aquel ya lo derribaron.
Cada tanto sueño con el hombrecito del traje desteñido. Me mira y parece que al fin va a darme su consejo.
Pero no dice nada.
Usted piense lo que quiera, pero lo cuento como me pasó.
Hasta aquí los testimonios. Interprétenlos como quieran. Eso sí, amiguites, estén atentos. Mas allá de las implicaciones místicas, demoniacas o burocráticas de los aguafiestas del más acá, nos enfrentamos indudablemente a una manifestación maligna trabajando en las sombras.
Bailemos, cuidemos la milonga y sigamos por la recta senda de la pista, sin molestar, para seguir disfrutando este baile tanguero que tanto queremos.
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