Como a las dos de la mañana del viernes pasado cayeron a la "milonga del Oriental", disipando una misteriosa niebla aumentada por el abuso indebido de carbón barato y chorizo grasoso que a modo de cúpula alejaba el mundo y acentuaba los tangos, como si la música no fuera capaz de atravesar el fenómeno climático y se quedara ahí, en un efecto invernadero milongueado. Eran dos, y saliendo cual espectros de la sombra luminosa y se quedaron parados entre la destrozada nave Carlos Gardel 54 - que alguna vez llevó a la delegación terrícola a ganar o a morir en el Torneo Intergalactico de Truco - y los robots milongueros oxidados, que el "Rata" Debeljuh, donó para que nadie se quedara sin bailar y nunca funcionaron. Los que llegaron antes de la niebla no eran muchos. Se notaban claros en la mesa y en los bailantes. En el centro de la pista. y a ambos lados del poste central se vivía un curioso duelo de payasadas. Sacudile, el coreografiador espontáneo sostenía en insensato ballet a una pobre rubia con el pelo y el eje descolocado sin inspirar risa, ni burla. Y en las antípodas, Nestor Teaffana, bailarín, playboy, hombre de teatro, vestuarista y multipavote intentaba en vano reproducir la coreografía de su fiasco "El chancho que se transformó en milonguero" arrastrando en su delirio a una inglesa un poco alcoholizada. Era todo tan patético que jugábamos a cambiar la letras de los tangos que el dijey, " sonoro Graciani" iba apilando en un collar de versiones espantosas. Cada tanto por el terraplén se veía la luz de algún tren que iba a retirarse a madrugadas. Ni el fútbol aledaño, ni las peleas de "los titanes de la milonga", suspendidos por tornarse imposible cualquier deportividad sin lesión, se oían. Afectados por el aislamiento y la desolación no encontrábamos gusto en las viandas. La picada de milanesa tenia un sabor ingrato al paladar y a la empanada picante le faltaba picardía.
Aquellos dos se sentaron al fin en una mesa midiendo con la vista el panorama, las mujeres que esforzaban su belleza contra la humedad y una bandeja de ensaladilla rusa de la barra, con un atún mustio y desabrido, despreciado hasta por los coleópteros.
El más alto tenia uno de esos rostros perfeccionados en su natural belleza por el dialogo interior, la interrogación filosófica y la crema hidratante. Un soberbio ejemplar de humanidad, rocoso e implacablemente vestido en negro satinado con corbata clara. El otro, sostenía un pañuelo de seda con un dibujo floral presto a la gota. Traje claro, cuello alto, el pelo caído como al desgaire, sonrisa fácil y magnética.
Pidieron una botella de vino y unos ñoquis que llegaron fríos y sin desparramarse por la metálica bandejita oval. Y luego de comer se fueron a la pista en tanda de milonga.
Los dos se pusieron los zapatos de bailar. El alto, cruzo las piernas y adelantó la punta del pie, como metiéndose en una piscina imaginaria. El otro, se retoco el nudo de la corbata y comenzó una calistenia de cambios de peso y firuletes.
Se estuvieron en los preparativos tres tangos.
Luego se miraron y asintiendo a una parecieron decirse "vamos, demostremos".
El alto miró a la pista. A las pibas, a la barra y a los pocos parroquianos ateridos de humedad. Por un momento pareció que se iba a largar a la ronda.
El simpático paseo su sonrisa por las muchachas. Y algunas le correspondieron.
Un segundo después, Los dos se volvieron a calzar los zapatos de calle. Y saludando, volvieron a la niebla de donde habían venido.
No sé que significo todo aquello. Si guardaba algún mensaje oculto, alguna insospechada clave que debía realizarse para completar algún rito, si era la demostración tácita de que hay ocasiones desabridas en que nada alcanza a disipar el tedio, o si los tipos
aquellos eran solamente un par de timidos.
Y mientras Sacudile y Teaffana seguian disparadose tonterias sin herirse gravemente, me pareció que quizá la noche misma hubiera mandado a aquellos dos para ejercitar la reflexion, como una forma de compensar su decurso anodino.
O solamente para divertirse con nuestra perplejidad.
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