EN EL ORIENTAL
Llegamos temprano con Nina a la Milonga del Oriental, después del largo
impase de la pandemia. Los lusiardianos vendrían desde la matiné, en el bar Roñoso.
No le propuse a mi pareja el encuentro y vermut con los
muchachos, en aquel sucucho que me resulta entrañable, a pesar de su mugre y
sus extravagantes habitués. La conozco demasiado para saber que el muestrario
de alimentos momificados, el imponente (aunque grasoso) friso pintado con
escenas de la milonga en la pared y la presencia de Castor y Pólux, los
camareros con ínfulas de héroe, no iba a entusiasmarla, sino más bien a
provocarle alguna leve repulsa.
Al llegar al ligustro de la entrada, notamos la primera
diferencia.
— ¿Ya no está Bradbury? —Preguntó Nina al hombre de la
puerta.
Con su cabello oscuro
cayendo indómito a un lado de la cara y una camisa de diseño, en el que se veía
una levita dibujada, el hombre era la viva imagen de la melancolía.
—
Ya no. Me dicen que ahora
vive en el país de Octubre. Soy Pobre, Edgar Alan Pobre. Mi padre me dio el
apellido y mi madre, su buen gusto literario..
—
Supongo que no habría muchos niños
incordiándolo en la escuela.
—
Pobre consuelo, las pobres
burlas. El módico estipendio ha subido a los ínfimos diez, que apenas cubren
esta corte de milagros —dijo Pobre.
—Otros amigos volaron ya —le contesté—. Cuando despunte el
alba, espero que no nos deje sin esperanzas.
—Nevermore, Don Cátulo —dijo.
Tuve la veleidad del artista famoso hasta que vi que Pobre leía mi nombre
de la lista.
Pasamos el vestíbulo arbóreo. El entramado seto, feraz por
la pandemia, tejía laberintos de ramas y apenas se intuía la puerta de acceso.
No más de cinco metros más allá, la explanada de tierra de
la milonga, se abrió a nosotros como un vergel largamente ansiado.
Yo quería encontrar en la milonga a la vieja milonga. Y sin
embargo…
Sobre el pasto, amarilleado con las hojas del otoño tardío, las mesas hacían senda y posada
para los milongueros fatigados, con sus impolutos manteles de papel blanco y
unas farolas símil fogata. La mitad estaba ocupada. Alguna hasta por las mismas
gentes. Y no podría decir si con las mismas galas que tenían antes de la
pandemia.
En la ronda, nuevos
novicios practicaban pasos con ímpetu, haciendo un excesivo derroche de
energía. Pocas parejas de tempraneros bailaban, cómodos. Y algunos turistas,
que son de llegar pronto, iban acostumbrando el paso a la extrañeza de la
tierra apisonada en tantas noches de gloria.
El ring de los Titanes de la Milonga, seguía en uso. Aunque
ya no había luchas. Una pareja hacía una secuencia de sacadas estelares y
enseñaba para un corro de alumnos que entendían, sin comprender. Todos desperdigados
por la extensión trasera, que antes había sido la cancha del potrero, donde
muchachones rivales disputaban aguerridos lances futboleros, con los colores de
tal o cual orquesta.
Bajo el cuadrilátero, de cara a la pista, habían dispuesto
dos sofás, entre afiches de viejos encuentros y pares de botines
deportivos, colgados en los flojos encordados.
Un poco más allá, cerca de la parrilla, un corro de personas
hacia estiramientos de yoga. Me pareció que una de ellas, era Martita, la ex
pareja de Pitón Pipeta. Pero no estaba seguro.
No hacíamos otra cosa que encontrarnos con gentes conocidas,
abrazarnos y hablar de todas esas cosas que habíamos hecho, y las que no, en la
oscura época que se iba.
A veces, sin querer, levantaba la mano a modo de saludo,
hacia alguna mesa vacía y Nina me abrazaba, con firmeza.
Fuimos a nuestra
mesa, bajo el limonero. Tenía puesto el cartel de RESERVADO, algo que nunca
hizo falta en todos esos años de milonga.
Esta vez, ya sentados, un camarero que no conocíamos nos
hizo ver, con educación, que no nos podíamos quedar en esa mesa.
—Sí, sabemos que está reservada —le contesté—, es para
nosotros, la gente lusiardiana. Riquelme lo sabe desde…
—Ah…pero Riquelme ya no está a cargo de la milonga.
— ¿Qué dice muchacho? —La voz de Diógenes Pelandrún, resonó
a mis espaldas con una carga de resignación y peso. Los meses de confinamiento
y la experimentación culinaria lo habían engordado.
Con él, venían Pitón Pipeta y el Indio Martin. Despeinados,
desprolijos, aunque con aplomo y dignidad. Nos abrazamos, en nuestro sitio de
poder.
El camarero, que nos
miraba sin conocer, agregó:
—El señor Riquelme lo dejó. Después de la pandemia se fue a
vivir a la montaña.
— ¿Pero entonces…? ¿Quién?
Juro que oí los bombos y timbales, el tarareo y la comparsa,
antes de ver al grupo. De alguna manera misteriosa, tocaban el candombe sin
molestar siquiera los tangos del musicalizador. Luego se oyó la voz, alegre,
cascada, conocida:
—No podíamos dejar que se sentaran sin la bienvenida de
esta, nuestra murga. Así como los ve, con esa pinta rea y poco recomendable,
esta gente, muchacho Julián, son la flor de la milongueridad, las letras y el
pensamiento. Grandes compañeros aquí y en el espacio.
—Pococho. ¿Usted?
Mirábamos al uruguayo… Ex exiliado estelar, sin creerlo.
Hasta hace poco era el jefe parrillero de la milonga, el
hombre que servía las mejores viandas de la región. Y ahora, con un ambo blanco
y camisa negra de raso, comandaba un cuarteto que además de corear, servía a
ritmo de candombe por las mesas.
—El mismo, vo... ¿Cómo
anda la muchachada Lusiardiana? ¿y la señora, flor de belleza y juventud?
¿Cuándo será el casorio?
—Muy pronto querido Pococho. Muy pronto.
—¿Ellos son los lusiardianos, jefe?
—Sí, Julián.
—
¿Y por qué dice, aquí y en
el espacio?
—
¿Ve ese amasijo con fideos,
que los turistas confunden con un grupo escultórico? Antes, bueno…antes, esa
chatarra fue una nave espacial.
—La Carlos Gardel 54… ¡Que recuerdos!
—
De solo pensar como ganamos
con Rómulo aquel torneo de truco, el más noble y criollo de los juegos de
naipes, con cuantas dificultades volvimos, casi huyendo…
—
¿De un sitio peligroso?
—
Yo diría más bien, que era
un confín galáctico muy aguerrido, Julián. Estos muchachos ganaron
aquel torneo, contra toda esperanza. Y luego huyeron, perseguidos, como los grandes héroes del maracanazo. Por esas cosas de los agujeros
negros, fueron a parar al asteroide donde yo tenía un carrito humilde, de
viandas y choripán.
—
Pero esa es otra historia,
muy poco milonguera.
—Pero
tanguera, sí. No nos mire así muchacho, que el jefe no es un bolacero más, sino
uno que ha vivido increíbles historias. Aunque ninguno aquí se haya enterado.
— ¡Que razón tiene, Pococho! ¡Si habrán pasado casos entre la zanja, el terraplén y el bosque del
fondo! Hasta el poste central, que acuna a nuestros borrachos sabios, está
cargado de anécdotas. —agregó Pitón.
—¿Y esos robots oxidados los trajeron también?
—No. Esos artilugios fueron la donación de un hombre
frustrado, para que nadie se quedara con las ganas de bailar. Una buena idea,
pero con materiales baratos. Esos autómatas milongueros funcionaron solamente
dos noches.
—Así como lo cuenta, es —añadí—.
En El Oriental, y esto lo corroboran los antiguos, cada noche
pasan casos, que pueden parecer inverosímiles, pero son ciertos.
—Y si no son ciertos, no importa. Cátulo los hace
verosímiles con su poética.
— ¿Ve? Aquellas
gentes de amarillo, que avanzan con el frente invertido por la ronda, son apóstatas
de la Iglesia milonguera de los primeros pasos.
—¿Lo qué?
—Unos fanáticos que tenían evangelios y hasta un mesías de la milongueridad, que iba enseñando por los pueblos. ¿Volvieron?
—Ha alentado muchas sectas milongueras la pandemia.
— Es cosa delicada la religión tanguera, amigos. Muchacho Julián,
vaya trayendo un buen borgoña y unas papas
fritas para empezar, que venimos con ansia. Y no se inquiete, que no hay explicación que pueda abarcar el misterio del tango.
Se lo digo yo, que he meditado sin llegar a ninguna conclusión que me convenga
— añadió Diógenes.
—
Ya me decían, que este
sitio era especial —Salió a cumplir con el pedido, sin
saber que las puntas de los pies ya iban en sintonía con la orquesta de Firpo,
con la que bailaban las parejas en la pista.
— Pococho ¿Y cómo fue que se hizo cargo?
—
Bueno…ustedes saben que
durante la pandemia con Hugui y Muni seguimos viviendo aquí, bajo el terraplén
en nuestras cuevas hobbit, custodiando el fuerte y vendiendo comida para
llevar.
Los
chicos, Pipistrela y Mocito Taura se confinaron juntos. Tuvieron una nena. Apenas
abrieron los vuelos, se volvieron. Y el jardinero japonés, Sepito, nos dejó unas semillas de azuki y se fue también,
rumbo a Sapporo.
»Riquelme…, Riquelme quedó muy afectado con la pandemia. Se recluyó en su casa, allá en las montañas. Y dicen que estuvo al borde del abismo. Cuando hubo una leve esperanza de mejoría y se abrieron las primeras pistas, lo llamamos pidiendo instrucciones. Y como no contestaba, montamos a los trompicones la milonga.
— ¿Y entonces?
—
Siguió sin contestar, hasta
que un día, que había bajado al pueblo a
comprar, atendió mi llamada. Hablamos. Logré que accediera a hacer una
videoconferencia la noche de un viernes, que volvería al pueblo.
»A las diez menos
cuarto, antes de la hora que habíamos quedado, me subí hasta el borde del poste
navideño, entre los televisores. Y cuando estaba arriba lo contacté.
» La vista panorámica era rara, excitante. Tuve que hacer
malabares para que saliera la pista, entre las ristras de luces de leds.
A esa hora los
novicios se esmeraban con pasos y abrazos. Y aquellos habitués que son de venir
temprano, como ustedes, bailaban poseídos para recuperar el tiempo y el
ejercicio. Hubo una pareja que hizo tango breakdandi. Entre las mesas
algunos hacían movimientos robóticos abrazados. Milonguita y Zorro gris, tuvieron mucho
trabajo para servir.
— ¿Ellos también se fueron?
—No. Ahora trabajan en la cocina, hasta la hora de la
actuación. ¡Tienen que escuchar que tangazos reos más fenómenos hacen juntos! Riquelme
oía y veía todo: las conversaciones traídas por el viento, la racha de acordes,
la voz de Ángel Vargas, el trajín de la parrilla, los gritos de los jugadores de pelota.
— ¿Esos ya no vienen?
—Cambiaron de día. Y a nosotros, nos va bien que estén Vivi
y Corchito con las clases.
—¿Corchito? ¿El que enseña es Corchito Echesortu? ¡No lo
había conocido!
—Ni él se conoce a veces. Pero ahí está. De vuelta de su
caminata y su sentimiento.
— ¿Y Riquelme, que decía?
—Nada. No decía nada. Y yo: «Mire que linda está la pista,
jefe. Venga. Lo estamos esperando». Pero no hubo caso.
»Y entonces, como con vergüenza, un minuto después dijo:
«Ya está. Pococho. Le agradezco la buena intención, las
ganas. Todo lo que hacen por mantener el Oriental abierto. Pero ya está.
Lo noto, lo siento ahora. Usted me muestra esa pista mítica por la que han
pasado tantas cosas y además de una inmensa cantidad de recuerdos y alguna
angustia, no me provoca nada más. Porque todo está igual o mejor. Pero yo no.
»Mis años de milonga, mis años de organizador han pasado.
Tenía la esperanza de volver, de reiniciar todo. Pero nada ha cambiado. Y todo
ha cambiado.
»Sin la presión de los viernes, he descubierto que aquí
en la montaña, con mis animales, el silencio y la naturaleza, soy feliz. Y noto que no podré volver.
»Lo intenté. Cada viernes a la mañana me levantaba con
ganas. Y al mediodía, después de trabajar en el huerto y de ver como estaban
los animales, esa inquietud se me había pasado.
»La milonga está preciosa. Mejor que en las mejores
noches, cuando había exhibiciones, orquestas, payadores improvisados. Esas
cosas que tanto le gusta contar a Bernal.
»Y yo… ¿Qué quiere que le diga? La milonga con sus locas
pretensiones se terminó para mí. Ya me fui. Me fui hace un par de años. Y no siento la necesidad.
» Usted Pococho, lleva años en el Oriental. Vive ahí,
bajo el terraplén. Es una fuerza unida a esa tierra, que ha aprendido a querer.
Esa es su casa. Quédese a cargo. Como mi senescal. Si alguna vez quiero volver…confío
en que podré volver. Pero no. Ahora no.
»Además, el nombre de la milonga le queda mejor a usted
que a mí. » Me dijo.
—En eso tiene razón. —dijo Pipeta.
—Así es. Y aquí estamos, mis amigos. Ahora somos una cooperativa. Compartimos las penas y las alegrías. Espero
que todo esté a su gusto.
—Claro que sí. Y con la gente milonguera, vendremos siempre
que podamos.
—Uno siempre dice siempre. Pero no es así. Riquelme lo entendió. Y se fue. Después nos enteramos que el hombre se sacó el muerto de encima. Un muerto, con unas deudas muy grandes. Y mucho acreedor avaricioso. No se fue. Huyó.
— ¿Qué dice amigazo?
—Sí muchachos. Así está la cosa. Y poco se puede hacer. Pero
no se lamenten. Bailen. Disfruten, como nosotros disfrutamos cada viernes,
hasta el final, porque quien sabe cuándo vendrá la bañadera a llevarse a la murga. De una u otra forma, aquí hay
milonga y siempre habrá milonga...
Se fue, con la murga en los pies y la tristeza en el alma.
Nos miramos sin saber que decir. Recorrimos el querido potrero, tratando de atrapar los recuerdos, las imágenes, en un perpetuo ahora.
Cuando volviéramos a casa, todos comenzaríamos a despedirnos
del Oriental.
Volveríamos. Hasta que un viernes no quedará más que el
vacío, la nostalgia, los fantasmas.
Pero eso, eso podía esperar.
Sonaba Pugliese con Moran.
Y mi preciosa Nina, mi amor, el consuelo y esperanza, la
cálida hoguera en mi errabundo camino, tenía los zapatos rojos de bailar,
abrochados.
—Si hasta parece que el aire aquí dentro esté cambiando.
Noto el fresco del invierno —dijo Diógenes,
con resignación.
—Dejáte de pavadas Diógenes, y hagamos algo magnifico y
estúpido, para deleite o vergüenza de nuestros descendientes —le contestó
Pitón.
—Ya los correremos con Corsini y mis bravos, si
hace falta… —agregó el Indio.
Lo demás no lo oímos. Ya estábamos en la ronda, abrazados.
Pues de una forma u otra, en El Oriental, siempre habrá milonga.
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