Clemencio Bernal, autor del Libro de las Milonguillas y arqueologo de bailongos,dice el sobre que contiene la postal navideña que nos manda mi padre. Está pintada a mano con lo que parece vino y recrea un bailongo pagano con muchas caras rojas y abrazos alrededor de una hoguera. En la altura se divina la mole imponente de una roca amurallada. Carcasonne, dice. La letra alargada de mi padre nos cuenta:
«Queridos hijos: Ha venido a verme, después de muchos años sin juntarnos, mi amigo, el gran Taulo de Sardo. Hemos hecho vida de turista por Toulouse y al visitar la supuesta casa donde nació Gardel, Taulo ha levantado la vista hacia lo alto y ha comentado que era allí donde solía juntarse una especie de club hermético milonguero, el Go de Oro. Al ver que desconocía la existencia de este cenáculo exclusivo insistió en recordar que en muchas milongas a las que me acompañó tomando notas y asistiendo con referencias marginales a mis escritos, algunas gentes le hablaban con una mezcla de fervor y miedo acerca del Go de oro. Saulo me habla de este grupo como si fuera una logia masónica. Según algunos Gardel fue gran maestre de la orden. Aunque otros afirman —sin ningún asidero comprobable—, que El Zorzal estaba a punto de entrar en el misterio, cosa que sucedió, aunque trágicamente y no como él hubiera querido. Tocamos en los timbres que dicen Tango y Garufa. Pero ninguno de los ocupantes actuales del edificio sabe nada.
»¿Alguna vez has oído de esto en las milongas? ¿Te suena?
»Tito Lusiardo, que da nombre a ese blog para el que escriben, ¿se refirió alguna vez al Go de Oro?
»Taulo dice que sus integrantes son poseedores de un secreto o tesoro milonguero que custodian celosamente desde los años oscuros de la guardia vieja. Aunque no está seguro si se trata de un fabuloso legado material, acervo arcano u objetos milongueros de poder pertenecientes a milongueridad del pasado y cargados con su energía vital.
»Tanto nos ha interesado el asunto que siguiendo la pista por hemerotecas y antigüos cancioneros de tango hemos encontrado alguna referencia marginal y recordado gentes de buena memoria que pueden ayudarnos con la búsqueda. Así que aquí estamos, con las consabidas precauciones, compartiendo sol de otoño y vinos en el país Cátaro, tierra de leyenda y secretismo, donde es posible que un par de anticuarios de la milonga nos den alguna pista. De más está decir que no tengo el permiso de Celia, mi pareja, aunque sí su comprensión. Ya no aguanta mis conversaciones ni mis devaneos en la casa que compartimos.
»Sé que ahora estarán comentando y desaprobando mi conducta, con mi futura nuera, Nina. Quédense tranquilos muchachos. Mientras tenga curiosidad y ustedes no se casen, me siento inmune. Que pasen lindas fiestas. Un abrazo. muchos besos y saludos con premio para Adolfito.
»PD: Avisen del fiestorro con un mes de antelación para que Celia pueda prepararse. Sino me mata.»
Por supuesto, nos pusimos a discutir en primera instancia por la cabezonería de mi padre. Luego y sabiendo que ha estado en muchas milongas fuleras, me he calmado, pensando que es un hombre de palabra y hará lo posible para llegar a nuestra postergada boda en el Hostal de los Mawartz, inmunes a la enfermedad, luego de haber estado confinados un mes.
Despaché un par de talleres virtuales de escritura creativa que me dan de comer y me puse a pensar si a lo largo de todos estos años, en tantas historias fabulosas de la milonga, alguien había hablado alguna vez del Go de Oro. Recordé aquella oscura secta de negadores tangueros La compañía de la virtud. Y a los locos seguidores de la Iglesia Milonguera de los primeros pasos. Organicé una apurada videoconferencia con Pitón Pipeta, Diógenes Pelandrún —que amasaba un bollo pizzero de tres kilos mientras hablábamos— y el Indio Martín, acompañado por una muchacha en su tienda medicina. Todos me recomendaron que consultara a Romulo Papaguachi, recluido, pero no olvidado, en su viejo piso desde que comenzó la pandemia.
Así que ahora estoy con el móvil en la mano, esperando que nuestro historiador tanguero y jubilado de la radio conteste.
Todavía tiene un teléfono con marcador de disco. Contesta después de un angustioso minuto. Y es un alivio.
—¿Cómo estás muchacho? Aquí me he puesto al día leyendo todos los casos de Nero Wolfe. Extraño un poco las calavereadas y los viajes, pero no me puedo quejar. ¿El qué me has preguntado? ¿el jode Loros?
—Go de Oro, Rómulo. Una especie de club selecto o logia milonguera. Dicen que Gardel era iniciado o quería entrar.
—A ver... Estaba El club del Corbata, La orden de la gárgara borgoña, Los caballeros de la sota que se juntaban en los altos del Clu del Balde. Rejuntes con inquietud de vicio. En otro escalafón había bailarines de escuela y taller literario como Las desinencias de Storni y Los ventajeros de Erdosain. Pura pinta, pura pose. Ni siquiera se hacían romper la jeta por las orquestas, como nosotros. Eran cajetillas y la iban de místicos del tango bailando medio lento, raro. Siempre los fajaban liviano y de refilón cuando iban a los bailongos. Pero como un capricho, de gula. La gente seria se daba para quedarse de hospital y no ir a laburar los lunes. Así éramos todos, patoteritos juveniles, que seguían a su orquesta por los barrios jodidos. Nos hacíamos notar con nuestras pilchas y la forma de bailar. Era algo natural en el ambiente. Pero estos que vos decís, no me parece ¿Un grupo selecto, que no destacara y fuera secreto?
—Sí. Sé lo que está pensando. Es casi un oxímoron en la milonga, donde muchos muestran lo exclusivos que son, a tal punto que solo bailan entre ellos. Pero este Go de Oro... No hay noticias. No se que pensar.
—¿Qué hacían? ¿Bailaban? ¿Cantaban? ¿cu...—una interferencia en la línea me impide escuchar lo que dice, aunque lo supongo— ¿No se habla de ellos en los libros?
—Dice mi padre que son custodios de un secreto milonguero. O una reliquia.
—¿Como el pelito de Nini o la baba de San Finito Escabiadín?
—No lo sé ¿No se acuerda de algún tango viejo en donde salga algo parecido?
—Hay muchos tangos que tienen letras pero se han perdido. Si eran tangos viejos es peor, porque esos músicos y letristas no se tomaban en serio. Voy a preguntar a mi compadre Otilio, el otro superviviente de los Budas. Antes nos juntábamos a escuchar las cinco grabaciones de Guerducherlo con el cantor Atilio Cangrela «Manguito» Pero con esto de la pandemia hace tiempo que no hablamos. Le cuento y te digo algo.
—Gracias Rómulo. Si necesita algo...
—No te preocupes pibe. No estoy solo. He tenido la suerte de reencontrarme con un viejo amor, quizá el amor más grande que he tenido. Y ahora estamos juntos otra vez, cuidándonos.
—¡Que suerte amigo! ¿Quien...
—Olguita. Olguita Filiber. Mirá lo que son las vueltas de la vida. Casi me mata cuando nos peleamos. Y ahora... hemos vuelto a ser pareja, como en aquellos días, cuando era una bataclana con todo el futuro por delante. Quien te dice, por ahí nos casamos con ustedes, allá en lo de los Mawartz.
—¡No me diga! Me alegro hombre. Lo felicito. Y me saca un peso de encima. Con estos tiempos que nos tocan vivir me preocupaba que se volviera loco con tantas vueltas de confinamiento, desconfinamiento y toques de queda. Felicidades Rómulo. Y llámeme si se entera de algo.
Cuelgo. Si Rómulo dice que casi se mata cuando se separaron, es verdad. Recayó en sus hábitos malevos y hasta quiso robar un banco con un matamoscas. Por suerte tuvo la contención del tango y sus oyentes del programa.
Espero que con la vejez se haya atenuado la insaciable lujuria de Olguita.
El Go de Oro. ¿Qué esconde esta asociación que buscan mi padre y el famoso —Y no conocido—Taulo de Sardo?
Recuerdo con especial inquina una milonga «exclusiva» en los altos de una vieja casona de la calle... Milonga vampira, creo que se llamaba. Me perdonarán los lectores si confieso que no quiero recordar en qué ciudad. En esos días de mucho viaje y pocas novedades hasta Taulo ha elegido olvidarse. Fuimos por darle el gusto a los anfitriones, ansiosos por aparecer en mi libro como gente principal.
Un salón grande, reciclado. Decadente. Tenía aquellas luces fantasmales color violeta, tan de moda en los boliches dark de los ochenta y noventa. Y una impronta gótica pero olorosa a viejo recién pintado: lamparas plásticas con forma de cráneos y candelabros con velas falsas en las paredes. Sillas altas, incomodas. Una barra con falsos quinqués de aceite. Lujo rancio. obsesivo.
Comer una empanada o lo que fuera era un fastidio en aquellas mesas con manteles de púrpura, hechos con cortinajes de cines muertos o esos teatros de orquesta sin afinación. E intentar apoyar cualquier copa sin que cayera al suelo de parquet con demasiado lustre, una proeza.
En la barra un par de sepultureros guturales despachaban, sin arte ni limpieza. Aquellos desgraciados retenían en la barra a un loro disfrazado de cuervo. A cada rato el pobre animal sacudía las alas teñidas y parloteando «neverborde» distraía los pocos momentos de concentración y romance.
Todos los asistentes, habitúes sin duda, parecían sacados de un mal cuento, vestidos con todos los pruritos y manierismos del romanticismo y viviendo con alegría algo parecido a una pesadilla forjada en aquellas noches de la Villa Diodati*.
Tangueaban sofisticado y mal, lastrados por la pose y el vestuario, unos tangos terribles de orquestas qué «quien sabe». Cansado de esperar algo mejor bailé tres tandas incomodas con muchachas de labios negros que mantenían intacta la distancia sin implicar el pecho ni un instante. A veces dedicaban, como todos aquellos vampiros de impostura, una mirada codiciosa y venal, como dando a entender que nosotros, los forasteros, podíamos acariciar su gran secreto, pero nunca entenderlo.
No se escuchó ni una sola milonga en aquel rato padecido.
El anfitrión iba y venia reclamando atención con una especie de levita granate y quemando a cada rato un terrón de azúcar —que seguramente no era dulce— sobre su trabajada copa de absenta. La anfitriona, con un provocativo vestido con encajes, se sentaba en una especie de trono. Cotilleaba, con una doncella confidente, tapándose la risa con la mano.
Mas tarde, y a pedido rogado del corrillo presente, los organizadores se animaron a bailar —y todos los siguieron— una especie de vals que ejecutaban al estilo mazurca, como si estuvieran en la corte de la Reina de la noche.
Fui al baño. Una pileta de losa, con los adecuados complementos: velas, papel higiénico rojo, un aguamanil con jabón liquido oscuro. Al igual que todos los de la sala, el espejo del baño estaba tapado por tul negro.
Un poco de papel adhesivo se había despegado de la ventana. Enfrente se veían los patios de unas fincas y la realidad: ropa colgada, gente mirando la televisión o fumando con la panza apoyada en el balcón. Algunas flores secas en ventanas mugrientas. Un perro ladrando en un patio vacío.
Y ese fue todo el tango que vi en aquel lugar aquella noche.
Clemencio Bernal. Anexos al libro de las milonguillas(segundo volumen)
* Los Shelley, Lord Byron, su amante y su secretario Polidori, pasaron unos días confinados en Villa Diodatti. Sin nada para hacer Byron propuso una especie de concurso literario para ver quien podía escribir el cuento mas aterrador. En esas noches vieron la luz dos arquetipos que marcarían toda obra de terror posterior: El Vampiro, de Polidori y sobre todo, Frankenstein, de Mary Shelley.
Que sepamos, Lord Byron y Percy B. Shelley, los literatos oficiales, no hicieron más que asustarse y beber.
Comentarios
Me gustó mucho como escribís.