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LOS DIOSES DE LA TORMENTA ODIAN LA MILONGA


 Aquí no. No es posible, pensó el muchacho mirando el cielo de octubre, ese cielo tan extraño al nubarrón, a la inclemencia. Luego, su giro voleado en los últimos compases de un Fresedo lo alejó de la inquietud y lo metió de lleno en la noche qué, más allá de los dos focos y la ristra de leds, se posaba segura sobre el parque. En la cúspide de la fuente, el espacio donde se milongueaba todos los sábados hasta bien entrado el otoño, quedaban como mucho seis o siete parejas. El aire traía cargas, olores de tierra que presiente la afrenta de la lluvia, fresco y calor, mezclados por quienes prolongaban el estío con sus ansias. 

Un refucilo partió el cielo en dos.

Los antiguos dioses son capaces de atrapar el aire con sus manos y romperlo como una foto vieja. Todo nuestro mundo cabe en una de los cuartos más pequeños de la divinidad, en una caja con postales que espera su destino de basura en el cuarto polvoso de su mansión vacía, pensó. Y luego ¡Que bien que baila, que bien que huele, que bien que abraza! 

Porque al que baila se le pegan algunos pensamientos como ráfagas, confundidos entre el presente apenas pasado, el presente mediato y el presente sentiente.

El viento abrió en dos trozos el cielo y de su herida cayeron rachas de lluvia, desechos y hojas. Los bailarines tendrían que haber parado cuando el sudor de sus cuerpos se fue con la tormenta. Tal vez esperaban una tregua o que los elementos se plegaran a su tozudez de abrazo y  tango a la apurada. La musicalizadora dejó la noche sin D'arienzo ni Echague. Resguardó como pudo el ordenador con alguna bolsa y su propio cuerpo y se fue, buscando el santuario de los arboles. Alguien desconectó con miedo las ristras luminosas. En el vendaval que se metía por todos lados, las estatuas de la fuente parecían moverse en un compás siniestro.  Los últimos se acurrucaron inútilmente contra las paredes. El muchacho comentó en medio de una tiritera:

—  Los dioses, los dioses odian la milonga. 

Pasó uno, dos, hasta tres potentes aullidos del viento en la tormenta. Uno de esos milongueros veteranos con la camiseta de un festival antiguo, igual de desteñido, levantó el puño al cielo y  a modo de desafío, gritó:

 — ¡Que tormenta ni tormenta!, ¡vamos Martita!

Y sin esperar replica se fue con su pareja escalera abajo a buscar la salida del parque a punto de cerrar. Del pequeño grupito se elevaron algunas advertencias desoídas. Un osado se asomó por la balconada de piedra. Los martillos del relámpago le mostraron a la pareja que corría, gusanos enceguecidos que buscaban el cobijo de la tierra. Un destello cegador acalló su comentario:

— Uh. Me parece que no llegaron ni al bar.

Otro comentó con un deje de histeria: 

—Ya es tarde, van a cerrar todos los accesos, Si no nos apuramos vamos a tener que salir por la reja a la que le falta un barrote. 

Se oyeron noes,  quejidos, lamentos desesperados. Hasta algún ¡Todos vamos a morir! sacado de películas

Uno de esos milongueros macerados a vino y empanadas comenzó un desesperado intento por maniatarse la barriga con el cinturón a la vez que iniciaba un intento de huida, aún con los zapatos de baile.

Un cazador furtivo de charoles lo dejó en la intemperie, a planta desnuda. El aguacero tampoco le tuvo piedad.

¡Sálvese quien pueda! —gritó alguien memorioso en espera de la consabida réplica: ¡Patitas, pá que te quiero!

Después se inició la desbandada. 

Como supervivientes de un batallón abandonado, los bailarines se dispersaron entre sombras, truenos y promesas de mensajes, más tarde, cuando estuvieran a cubierto, en la seguridad del hogar.

 Los rezagados pasaron por la reja. Alguno se subió los pantalones para tapar desgarrones del metal, que se cobró más de una camiseta.

Arriba, en la pista vacía, el muchacho se quitó las zapatillas y luego de acumular las latas de cerveza olvidadas —que aprovechó sin pudor—  a los pies de las estatuas como una ofrenda a los antiguos dioses, se encomendó a San Finito Escabiadin, el patrono de la milongueridad y el olvido y se perdió también entre la oscuridad como se pierden todas las tandas, todas la milongas.

(Dedicado a Julia Peralta, que me refirió el suceso que generó esta entrada)


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