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LA MILONGA DE QUICUCHO


Eran unos anfitriones macanudos los Quicuchos. Llegabas temprano a su milonga y te acomodaban en el mejor sitio, hasta que llegaban sus amigos “Los artistas” y Quicucho recordaba que la mesa donde estabas se la había reservado a tal o a cual y casi llorando te decía que lo perdonarás, “Porque vos sabes, ellos lo dan todo por el tango” Y  vos querías decirle: “Yo también Quicucho. Me vengo desde lejos para bailar, aunque mañana trabajo temprano y me dejo el alma en las pistas y la mitad de la plata en la milonga, porque al tango hay que apoyarlo”. Pero el Pobre Quicucho compungido te acomodaba donde podía, al fondo, donde ni la pista se veía, junto con otros milongueros no preferentes.  Pero igual, sonriendo y para tener un detalle con vos te invitaba a comer alguna de las empanaditas que preparaba la Quicucha, que no eran muy sabrosas pero tenían buena pinta. “Te hago precio”  te decía. Y vos, que no tenias mucho hambre sucumbias a la gula y le comías dos o tres de esas cositas, que valían lo mismo que un menú en un restaurant bueno y no te llenaban. Porque el relleno era una bola pastosa  con algunas olivas y una cebolla medio cruda flotando en liquido amniotico aceitoso que ademas manchaba siempre las camisas.   “Esta buena?”- te preguntaba Quicucho – “comete otra” – Y vos no le podías decir que el relleno de higado picado no estaba bueno  o el aire comestible era una posibilidad culinaria para los que hacen dieta y no tienen que bailarse seis tandas seguidas porque enseguida remataba “La Quicucha se pasó toda la noche con la espalda inclinada rellenando  los discos. Todo lo hace ella” Y vos mirabas la masa, le veías un plástico, un pedazo de separador de tapas compradas que se le había quedado. Veías la uña en punta de la Quicucha, con un poco de materia oscura y no decías nada. No porque no quisieras sino porque enseguida Quicucho te pedía “Por favor sacame a las muchachas que estoy en la barra y en la música. Vos sabes como es esto. Ellas necesitan foguearse, ganar confianza”.  Las “Muchachas”eran alumnas perpetuas de sus clases. Imbailables.  Acostumbradas a a la marca férrea y sin ningun contacto con el circuito milonguero externo.  Y vos las sacabas a bailar sabiendo que iba  ser un horror. Vaya uno a saber que cosas  enseñaban en la academia de la Quicuchidad con su estilo barroso y  duro. Porque las pobrecitas “Muchachas” te miraban, comprendiendo y disculpandose “Esta semana no pude practicar mucho y no se si podre seguir”  Victimas  de los Quicuchos, pisando fuerte y sin posibilidad de modificar su trayectoria, con la deriva melancólica de un Valiant sin freno ni dirección encaminándose a una avenida concurrida. Como otras pibas bailarinas de belleza discreta que los  amnésicos alumnos Quicuchianos se apresuraban a sacar desvirtuando los cabeceos de los milongueros normales. Y mientras estabas ahí, bailando como podías y esquivando a los Quicuchianos desenfrenados lo veías a Quicucho con las mejores bailarinas, en la tanda que supuestamente no podía bailar, disfrutando como un cosaco y haciendo bromas con los “Artistas” – que no eran de verdad, sino una proyeccion de su ego. La crema de la milongueridad. Pero en un pote resecado. Y cuando terminaba la tanda y volvías  al rincon detras de la columna, con el eje modificado y los pies jodidos Quicucho te guiñaba el ojo y te decía: “Pasate por la barra que te invito un vino”. Y vos, que nunca escarmentabas ibas. “Dale un vino, negra” decía con su solvencia de  maestro de ceremonias. Y si el Quicucho era toda bondad, la Quicucha era su Yin, pero un yin pintado con brea con un huevo frito en medio. Seca, agria, mal entrazada, rea. Les cobraba la clase a los principiantes como si ella les hiciera el favor de aceptar su dinero, que siempre le parecía poco, por su sabiduría milonguera.  Y cuando se iban despotricaba  con sus frases típicas  extrapoladas a Tita Merello cuando interpretaba a  la Carancha “Este no sirve pa milonguero”  “Mira ese pobre desgraciado, se cree que baila” o “Infeliz, Cada vez que baila esa mocosa le pasan  por en medio de las patas dos caniches y un buldos” Y vos no te ibas de la barra para no darle pretextos o cabida a sus criticas. Entonces te preguntaba si no querías venir a su clase, porque tenia alguna piba desparejada. Y vos amablemente rehusabas, porque ya habías ido a “colaborar sin costo” y la Quicucha te había cobrado con retroactivos. Así que te tomabas el vino con incomodidad. Apurandolo muy mal. Te dabas cuenta al otro día en el trabajo con el cráneo como una pizzeta partida con un hacha mellada.  Y cuando le dejabas la copa vacía y cabeceabas por fin a una bailarina decente la  Quicucha te gritaba, “eh… son dos Euros”. Y vos mirabas y mirabas para hacerle señas a Quicucho. Pero Quicucho no aparecía por ningún lado. Y la piba ya había salido a bailar con otro.  Se turnaban para fastidiarte. Quicucho volvía cuatro tandas después, vaya a saber de donde, con malvones y les daba uno a cada chica. Y  te decía. “Para vos  también tengo algo. Tomá, lo traje del campo. Lo tenia en el baul del coche”. Y te daba un manojo de tomillo. El tomillo no es hogar para un bicho. No ofrece amparo y es demasiado rústico hasta para las plagas. Pero fíjate vos, en la rama que el Quicucho te tenia preparada siempre había pulgones, tres hojas de ruda  y una mancha de sangre. Anda a saber que más habría en ese portaequipaje. Y vos como un tonto, cuando te ibas, después de esperar y esperar una tanda buena que nunca llegaba, sabiendo que a esa hora no ibas a conseguir otro transporte que un bus errático que por ahí pasaba cada media hora  querías decirle: “Che Quicucho, la pase como el ojete” Pero el estaba en medio de la pista, haciéndose el galán y el virtuoso junto con los Artistas, disfrutando la tandas de tangos mezclados y sin criterio  que le encantaban y a vos te parecían espantosos. Entonces comiéndote toda esa rabia, con el ramito  de tomillo lleno de roña en el ojal de la chaqueta – te lo había acomodado la Quicucha,  diciendo “asi estas mas presentable, atorrante”  con una risa falsa – Te ibas jurando no volver nunca más. Pero antes pasabas por el baño. Y lo veías al Quicucho orinando con la puerta abierta. Un hombre prematuramente viejo, seco, decrépito, medio borracho por las penas. Una piltrafa. Con voz triste. Hablando solo. Un pobre rico jubilado haciendo una milonguita para sentirse útil. “No se que voy a hacer. No se que voy a hacer” Se agarraba la cabeza y lloraba. “Esto no da para más. No da para más. Les fallé Papitos” Y  aunque dudabas si eso era una actuación o la verdad, te desarmaba. Te ibas caminando despacio. Meditando sobre el tiempo y haciendo firuletes. Moviendo las piernas llenas de puntazos. Y cuando estabas esperando el bus en medio de la nada, en esos momentos en donde parecía que no había nada despierto sobre la faz de la tierra y vos eras el ultimo superviviente de la raza, te llegaba un mensaje del Quicucho: “Gracias por venir. Vos si que sos un amigo” te ponía. Y un emoticono con una sonrisa y una lagrimita, te ponía. Y así te enganchaban y te enganchaban. Trabajandote la lástima. Unos cagadores macanudos, los Quicuchos.

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