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Trogledi Girs y la banda de los «palpitadores» solitarios.

¿Quién no recuerda a aquel muchacho sembrado en años que los picaros y las muchachas veían llegar en impecable traje de tonos frambuesa pisoteada por los carros? ¿Quién era aquel  héroe de la polilla, el heredero de la tinturas que desteñían rosa, que nunca repetía paso o gradación y comandaba aquella banda de oscuros marginales del abrazo, con sus características polainas color mostaza y sombrero marrón claro, de ala pintada a mano con motivos florales  donde se leía en trazo fileteado Soy un palpitador solitario, a juego  con camisas horribles en tonos verde moco, corbata amarillo plátano pasado, traje de confección vencido por el peso y el zapato campero, flecudo, irresponsable, acompañante digno del baile anárquico, con el que todos lo códigos chocaban al igual que los otros bailarines, que hicieron de la carencia una virtud y del defecto una cadencia incombinable?
TROGLEDI GIRS,  le llamaban.  Por su rocosa, férrea forma de  girar desde el cuello sin pasar por el torso. Quería en vano que las piernas acataran el movimiento en espiral que salía mucho más tarde, imprevisto y con replicas, amortiguado sobre el pecho de la pareja sufriente. 
Era brusco, tosco, elemental, de estética fallida. Tomaba granadina con un chorro de coñac que llevaba en un gotero médico. Alquilaba sus frases celebres para futuros bailongos y cuando salía a bailar,  lo hacia como quien inaugura una catedral, un templo sacro que dura lo que cuesta llegar del suelo a las alturas. Los cuatro palpitadores lo seguían, lo corregían, lo aumentaban. Bailarines sin paso, que se movían como los dados del destino arrojados con furia desde la decepción de un diablo jugador mirando al cielo.
No aprendieron jamás el arte de la danza.  Creían en un dios que no tenia recuerdo e iba improvisando con el hecho, sin dejar asentada ninguna disciplina. Pensaban que cada baile autentico debe prescindir del alfabeto y buscar lo nuevo en el detalle.  Desconocían y negaban la causa y consecuencia.
 Copaban la ronda equilibrando con su desequilibrio el numero de parejas, en esos clubes abolichados de pista chica provocando irremediablemente la pelea. 
No era su meta. Hay quien nace predestinado a los barullos, quien consagra sus horas a la guerra, quien se entrena para andar por la vida devolviendo los golpes o buscando la gloria en la trompada. Los palpitadores solitarios prescindían de todos esos roces de la furia. Provocaban por ser, por no saber, por mantenerse íntegros en su forma, sin formas. 
Cuando la turba se ponía en su contra salía del fondo de su miedo la voz prístina del comandante Trogledi a quien se unían los cuatro, depurando a coro sones desconocidos. Se paraba la música. Y era entonces cuando la biaba que se veía venir quedaba suspendida en el asombro de todos los bailantes de academia. Se hacían a un lado y toda la milonga comprendía al fin que el movimiento extraño completaba aquello que cantaban: una especie de tango que se volvía sinfónico y arrastraba a todos los demás a ejecutar una obra sin poses y sin pasos, una representación que mancomunaba almas y hacia olvidar la embestida fatal de los afueras, esos presentes con oxido en los dientes. Con gusto a descontento e injusticia.
¡Trogledi Girs y su banda de palpitadores solitarios!
Siempre fue solo y con el tiempo la fama de sus palpitadores hizo academia mixta. El coro salido del improptu enriqueció con la palpitadora de vestido siluro cortado en pico, guante bordó con orquídea bordada y peinado pedante. Se hizo ballet en todas las milongas, comentario en los bares, bálsamo en la natural disposición del ser a ser mezquino y cruel, solo por envidioso.
Quizá se decidió en una de esas noches en que los dioses milongueros juegan sus dados sin barrer la pelusa. Se perdieron en uno de esos bailes con mucho sordo bueno y los pies tan llenos de recursos que no dejan espacio a la metáfora. La voz del comandante se apagó. Llegó como la ola inevitable un vendaval de odio: la paliza. Huyeron, se escondieron. Se esfumaron. Como esas gentes buenas que aparecen de cuando en cuando, nos hacen bien y a cambio reciben nuestro mal acumulado.
Veo las milongas. La abundancia de pasos, La secuencia siguiendo la invisible pauta que nadie reconoce, un fragmento, la ausencia, el misterio y el borde. Suena a lo lejos un coro que parece. Pero siempre es eso.
Un algo que parece y nunca deja ser.

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