Así que allí estábamos, recién llegados al aeropuerto de Narita, luego de viajar toda la noche, queriendo en vano procurarnos un café con media lunas, entre puestos de ramen y algo llamado Onigiri, una especie de triángulo de arroz, alga y algún relleno, sin creer aun este afortunado Macguffin del destino, que además había tenido a bien encontrarnos en el vuelo con nuestra buena amiga Masayo San, que volvía a su casa para ver a los suyos. Tomamos un tren y luego, de atravesar la campiña y un par de ríos, llegamos a Tokio, donde hicimos transbordo con una tarjeta de transporte recargable a una de las 18 lineas de metro de Tokio, un plano que primer vista nos parecía demencial. Masayo San se fue para Tozai Line y nosotros seguimos por la linea Ginza, hasta un hotel que nos esperaba en el distrito Ueno.
Cuando bajamos de la estación, luego de llenarnos los sentidos visual y sensorialmente con los innumerables mensajes, caímos de lleno en una de las callecitas del distrito, llena de tiendas de comida, ropa y los famosos Pachinko, las salas de juego tipo casino electrónico. A ambos lados de las calles, los vendedores voceaban sus productos y nos llegaba el olor de los restaurantes, que Masayo San nos había enseñado a identificar por las cortinitas cortas arriba de la puerta. Encontrar el hotel nos llevó lo suyo, pues además del nombre o numero de la calle hay que situar el de la manzana, o cuadra, que figura en un indicador azul y que no suele ser correlativo, sino por orden de construccion. Como una hora después, entre pregones, salazones, encurtidos extraños y una muchedumbre de gente que compraba o desayunaba soba y brochetas asadas encontramos el hotel y tuvimos dos sorpresas gratas: La habitación pequeña pero acogedora, con un tatami, dos pequeños colchoncitos al estilo japones y una mesita con un mini termo de te. Y luego, un cuarto de baño con lo mejor:un futurista inodoro bidetero incorporado y calor en la tapa - si calor - para las frías sesiones de invierno. Luego de pasar por la ducha toda forrada en material plástico para evitar las perdidas de agua y de calor no dispusimos a comprar algo para comer en una tienda donde no pudimos identificar nada mas que cervezas y papas fritas de gamba. Así que optamos por meternos en el primer restaurante que encontramos, que resultó ser de domburi, una bola de arroz con carne que comimos con ansia. Teníamos que cumplir la promesa hecha al loquito Piazolla. Para que River saliera campeón en Tokio, siguiendo la visión de su sueño era necesario hacer llegar al emperador 3 -tres - chorizos criollos con chimichurri del uruguayo Pococho. Masayo San, con quien habíamos quedado para cenar e ir a la milonga a las seis enfrente del teatro kabuki, en Ginza, lugar de fácil nombre y localizacion, nos había dicho que el palacio del hombre quedaba en Hibiya, cerca del metro. Así que esperanzados, con la bolsita de zapatos en una mano, los chorizos envasados en otra, y la guia " viajero piola en Tokio" nos fuimos a cumplir con Piazzolla.Como no podía ser de otra manera nos perdimos. Las indicaciones orales, en japones y también en ingles, la música de los altavoces, la cacofonía de las gentes, los inescrutables ceños descubiertos u ocultos por barbijos de los alérgicos al polen, los jefes de estación con sus intercomunicadores, el repetido gozaimas y kudasai, las explicaciones incoherentes de la guia, las urgencias urinarias del te verde gratuito y abundante del restaurante - por civilizacion los baños publicos en Tokio son frecuentes, y cada estación de metro tiene uno - la sobredosis de carteles inasibles, todo conspiró para que en vez de llegar a Hibiya, luego de hacer tres combinaciones erróneas, nos confundiéramos y bajáramos mucho mas tarde en Shibuya, un lugar pleno de edificios altos, cristal y pantallas que iluminaban la noche prematura de las cuatro y media de la tarde donde en vano buscamos el palacio volviendo siempre con nuestros choricitos al amparo de la estatua de un perrito, Hachi, que se había pasado esperando a su difunto dueño durante diez años, cerca de la estación y de un inverosímil cruce de cuatro o cinco inmensas avenidas, donde al dar el verde, una multitud cruza desde todos los rincones posibles en pavorosa visión desde la altura.
Extasiados deambulamos un rato entre el gentío variopinto. Entre dos edificios inmensos encontramos un templito con estatuitas de zorros, una campana, una alcancía y un incensario. No podíamos llevar los chorizos con chimichurri a la milonga asi que decidimos dejarlos allí , junto con un par de monedas de cinco yenes con agujeros - hay 6 monedas hasta llegar a los 500 yenes - y procurarnos alguna vianda similar para llevar al emperador y cumplir con Piazzolla. Luego trabajosamente nos metimos en la estación y por un milagro de suerte encontramos Ginza. Recuerdo que atravesamos un par de puentes ferroviarios, cantantes estrafalarios, tiendas de lujo y al fin encontramos el Kabuki, que parece un templo, un teatro y un cine, todo al mismo tiempo. Masayo San nos esperaba, un poco impaciente, pero comprensiva. Nos llevó a un restaurante de sushi - que viene a ser el menos tradicional de los manjares japonenes - , entre dos tiendas de ultra diseño y que resulto ser una opción inmejorable por la calidad y el precio de la comida. Con las ocho horas de diferencia que llevábamos en el cuerpo saciamos nuestro hambre y nos encaminamos al distrito de Minato ku, donde había milonga a partir de las ocho y media -el horario habitual de las milongas en Tokio, aunque hay algunas mas temprano - con cumpleaños incluido del organizador, Ricardo Cerqueiro.
Si bien la milonga estaba cerca del metro, hasta Masayo San se desorientó y estábamos en la incertidumbre cuando vimos salir de una de las tiendas que vienen a ser como nuestras tiendas pakistanies, pero las 24 horas a una pareja con todas las características de milongueridad. El hombre tenia un cierto deje gardeliano y la mujer la postura y elegancia adecuadas. Siguiéndolos encontramos la milonga de Tango Rex. El salón era grande y espejado, y la entrada, que costaba unos 2500 yenes - algo asi como 25 euros - incluía bebida surtida en una coqueta barra al costado de la puerta y el vestidor. La concurrencia, en su mayoría japonesa, se afanaba en la pista, con sobriedad y esmero en baile y atuendo, con vestidos de noche y trajes con corbata, detalle que deleitó al pibe Pergamino, acostumbrado a sobresalir por el traje en nuestras milongas que son mas informales.
Enseguida trabamos relación con Ricardo, el organizador de la milonga y Arisa, su pareja, con Guillermo Boyd y Roxana Ríos, maestros y bailarines - la pareja que habíamos seguido - y con Víctor, también de la milonga. El Pibe se fue, como es su costumbre a bailar, Masayo San a conversar con sus compatriotas y yo me quede en la barra apreciando la música, las muchachas y los tragos.
Luego para homenajear a Ricardo hubo baile de cumpleaños a cargo de cuatro bellezas sensuales que hicieron las delicias de la concurrencia y que sin duda hubieran interesado al amigo Romulo Papaguachi, brindis con Cava y foto de conjunto. Y luego la pibada se fue otra vez a milonguear, con algunas tandas que me llenaron de regocijo porque conservaban la simplicidad efectiva de las milongas de antaño. En la cordialidad y el jolgorio de la noche se nos pasaron las horas y a las 23.35, con el salón aun medio lleno y pocas tandas para terminar, nos fuimos encantados por la amabilidad de los anfitriones y el buen ambiente general, en busca del metro, ante la posibilidad cierta de no llegar al ultimo tren. En el anden un nutridisimo grupo de gente que volvía de fiestas y despedidas de año, nos preparó para experimentar ese fenómeno que sucede en el metro de Tokio en las horas pico: el vagón lleno y los apretujones. Curiosamente no se produce ningún tipo de disputa. No hace falta ni pedir permiso. Los japoneses casi coreograficamente y en perfecto orden van buscando la salida para bajar y en un imposible tetris todos se van acomodando sin caos, y en silencio. Esta vez nos desplazamos por la linea de Ginza, de la que no tendríamos que haber salido, para volver a Ueno sin la ayuda de Masayo san, que se había ido a su hogar. En las calles, las tiendecitas estaban cerradas, pero los salones y algunos restaurantes abiertos las 24 horas seguían iluminando la noche. Un juerguista estaba desmayado sobre la bota de otro, que miraba desde su sobriedad una de las sempiternas maquinas de bebidas callejeras, con ganas de apagar su sed. Cansados por las emociones, las imagenes y el jet lag, nos acostamos en los colchoncitos luego de dejar los zapatos a la entrada del tatami.
Quedaba todavía mucho por descubrir en el increíble y multiforme Tokio.
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