Soy un sentimental, bien lo saben quienes me leen. La pasada semana Barcelona y aledaños estaba llena de eventos incomparables, comenzando por el concierto de Exilio New Tango en la "Bien Pulenta", el Festival de homenaje a Gardel en Sabadell, El Barcelona Tango Meeting con su altísimo nivel de artistas y publico, ya comentado el año pasado y los prolegómenos de la inauguración del Nuevo Pipa en el Centro Gallego. Quienes me leen sabrán también que mi inspiración proviene de la angustia que me provoca la ausencia, ausencia de aquella que trastorno mis horas con su donaire y con sus vestidos floreados y que partió hacia otras latitudes. Pero lejos de olvidarla, conservo aun alguna esperanza de volver a verla, por lo que fatigue todas las milongas, pensando que tan magnos eventos podrían devolverla a nuestras pistas.
En Vano. Me parecio verla entre el gentio meta baile. Pero fue solo mi ilusión.
Quizá fuera el viernes, o el sábado. El tiempo para el que espera y para el que esta enamorado no tiene correlación ninguna. El caso es que bajábamos tardíos de la explanada en donde se yergue el museo Nacional de arte de Cataluña, con las escaleras mecánicas dormidas y las avanzadas sombras del parque, cobijando algunos amores furtivos. Bajábamos digo, con el Pibe Pergamino y Raul, ellos aun con la experiencia imborrable y el alma en alza, a pesar de los consabidas marcas de callos, ampollas y algún pisotón. Yo, con el temperamento retraído, aun queriendo ver en algún vestido fugitivo y negandome aun al estribillo que canta Vargas: "no vendrás y yo esperándote estoy, mi bien".
A pie de calle un surtidor de agua lanzaba un poderoso chorro a la noche, para bajar raudo por el inicio del Montjuic, que se ha traducido como monte de los Judíos, o Monte de Júpiter, en su acepción romana. Un muchacho estaba allí de guardia esperando que alguien se hiciera cargo del desperfecto. Un caño roto decía. Lo normal, en un pensamiento lógico. Me senté directamente en el suelo, como un antiguo chaman indio, esperando una visión. Mientras el Pibe y Raul desenganchaban los pertrechos de la moto me di cuenta que aquel inusual chorro no era un caño roto, sino el surtidor poderoso de una inmensa ballena albina, la mítica ballena del Montjuic que habita entre el mediterraneo y un brazo de mar que alimenta las fuentes de Barcino deambulando sola y casi ciega por las abisales profundidades de la ciudad, quizá en la búsqueda de un semejante con el que entrelazar, aire, agua y roces. Sentado allí, mientras los milongueros comenzaban a bajar solos, o en grupos, supervivientes del delirio, el bullicio, el vértigo y la mejor noche de su vida supe, bien parado en mi espera, que aquella criatura y yo eramos iguales, prisioneros del mundo del cemento, perseguidos por nuestros rituales y queriendo nadar libres de nuestras obsesiones, pero siempre volviendo como aquella otra ballena blanca, Moby Dick, al encuentro de la locura de hombres como el capitán Ahab, al punto de perder la ida en pos de sus sueños. La ballena, el perseguidor, la persecución y el sueño, diferentes facetas de la misma cosa: el deseo.
El agua esparcida por el chorro me tocaba los cabellos, el rocío interno los ojos. Me puse a escribir en una libreta que llevo, junto con el libro electrónico en el que anoto a veces algunos pensamientos, desgajando frases. En algún momento, mientras Raul y el Pibe se hacían fotos y partían en la moto, llegó la guardia urbana y haciéndose cargo del asunto dispersó toda poética conminandome amablemente a circular. Me fui, pero juro, que al volver la vista atrás, el chorro dejó de salir por un momento y luego se apagó, lo que significaba acaso que la inmensa criatura volvía al anchuroso mar y luego al océano, lleno de maravillas vulgares y criaturas que pronto, como siga así el consumismo de esta nuestra especie, serán mitos también.
Y mientras dejaba atrás la montaña Mágica, al decir de Thomas Mann, se me ocurrió que en esto que dicen que es la realidad, todos estamos en barcos a punto de naufragar, a merced de la tempestad y la furia y el capricho de ballenas blancas o de capitanes dementes. Todos vamos en busca del cachalote blanco y a veces solo percibimos un chorro que como nuestros anhelos, se desboca y quiere inundar el mundo elevándose en la oscuridad de la noche y volviendo a caer para perderse en el mar, o calle abajo.
Cuando llegue a casa comprobe que la humedad del agua había borrado mis versos de la libreta. Apenas me quedaba alguna inspirada estrofa y algún verso suelto.
Allí afuera, en un rato el sol secaría el manantial artificial creado por la ballena.
Y ella, como la muchacha de los vestidos floreados, estaría lejos, muy lejos.
En Vano. Me parecio verla entre el gentio meta baile. Pero fue solo mi ilusión.
Quizá fuera el viernes, o el sábado. El tiempo para el que espera y para el que esta enamorado no tiene correlación ninguna. El caso es que bajábamos tardíos de la explanada en donde se yergue el museo Nacional de arte de Cataluña, con las escaleras mecánicas dormidas y las avanzadas sombras del parque, cobijando algunos amores furtivos. Bajábamos digo, con el Pibe Pergamino y Raul, ellos aun con la experiencia imborrable y el alma en alza, a pesar de los consabidas marcas de callos, ampollas y algún pisotón. Yo, con el temperamento retraído, aun queriendo ver en algún vestido fugitivo y negandome aun al estribillo que canta Vargas: "no vendrás y yo esperándote estoy, mi bien".
A pie de calle un surtidor de agua lanzaba un poderoso chorro a la noche, para bajar raudo por el inicio del Montjuic, que se ha traducido como monte de los Judíos, o Monte de Júpiter, en su acepción romana. Un muchacho estaba allí de guardia esperando que alguien se hiciera cargo del desperfecto. Un caño roto decía. Lo normal, en un pensamiento lógico. Me senté directamente en el suelo, como un antiguo chaman indio, esperando una visión. Mientras el Pibe y Raul desenganchaban los pertrechos de la moto me di cuenta que aquel inusual chorro no era un caño roto, sino el surtidor poderoso de una inmensa ballena albina, la mítica ballena del Montjuic que habita entre el mediterraneo y un brazo de mar que alimenta las fuentes de Barcino deambulando sola y casi ciega por las abisales profundidades de la ciudad, quizá en la búsqueda de un semejante con el que entrelazar, aire, agua y roces. Sentado allí, mientras los milongueros comenzaban a bajar solos, o en grupos, supervivientes del delirio, el bullicio, el vértigo y la mejor noche de su vida supe, bien parado en mi espera, que aquella criatura y yo eramos iguales, prisioneros del mundo del cemento, perseguidos por nuestros rituales y queriendo nadar libres de nuestras obsesiones, pero siempre volviendo como aquella otra ballena blanca, Moby Dick, al encuentro de la locura de hombres como el capitán Ahab, al punto de perder la ida en pos de sus sueños. La ballena, el perseguidor, la persecución y el sueño, diferentes facetas de la misma cosa: el deseo.
El agua esparcida por el chorro me tocaba los cabellos, el rocío interno los ojos. Me puse a escribir en una libreta que llevo, junto con el libro electrónico en el que anoto a veces algunos pensamientos, desgajando frases. En algún momento, mientras Raul y el Pibe se hacían fotos y partían en la moto, llegó la guardia urbana y haciéndose cargo del asunto dispersó toda poética conminandome amablemente a circular. Me fui, pero juro, que al volver la vista atrás, el chorro dejó de salir por un momento y luego se apagó, lo que significaba acaso que la inmensa criatura volvía al anchuroso mar y luego al océano, lleno de maravillas vulgares y criaturas que pronto, como siga así el consumismo de esta nuestra especie, serán mitos también.
Y mientras dejaba atrás la montaña Mágica, al decir de Thomas Mann, se me ocurrió que en esto que dicen que es la realidad, todos estamos en barcos a punto de naufragar, a merced de la tempestad y la furia y el capricho de ballenas blancas o de capitanes dementes. Todos vamos en busca del cachalote blanco y a veces solo percibimos un chorro que como nuestros anhelos, se desboca y quiere inundar el mundo elevándose en la oscuridad de la noche y volviendo a caer para perderse en el mar, o calle abajo.
Cuando llegue a casa comprobe que la humedad del agua había borrado mis versos de la libreta. Apenas me quedaba alguna inspirada estrofa y algún verso suelto.
Allí afuera, en un rato el sol secaría el manantial artificial creado por la ballena.
Y ella, como la muchacha de los vestidos floreados, estaría lejos, muy lejos.
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