El sábado, cuando llegaba a la practica Somos Tango, que aparte de tener un decorado bellísimo y original, es un ambiente agradable y acogedor con buena comida y bebida - como debe ser - me preguntaron, casi sobresaltándome: ¿Es cierto que cerró el Pipa?, porque me entere que cerró ". Ni siquiera sabia bien de que hablaba, aunque alcance a comprender por lo que había oído que la Milonga del Pipa que tradicionalmente abre la semana en Barcelona —recuerdo con cariño esos martes, únicos días que podía ir a milonguear y que esperaba con alegría—, se mudaba junto con el mismo Club de la Pipa como también se muda Aquelarre tango, a otro lugar, a otro ámbito.
Pasa en todos lados.
Pasa en todos lados.
Las milongas tienen su vida, al igual que nosotros, los milongueros. Hay algunas que van creciendo y se mantienen en el tiempo. Otras cuya duración se debe al capricho de la moda, del baile, de los bailarines o simplemente a la deriva migratoria de los que bailamos.
Y, a veces, no se trata solo de fidelidad, sino al cambiante e incesante estilo y modo de vida. Las milongas se abren y cierran, se mudan, desaparecen y vuelven a aparecer, transformadas, ligadas a las que les dieron vida y las hicieron crecer, o modificadas luego de casi morirse por falta de interés de organizadores o asistentes. Es una maldición de esta vida moderna, en donde ni siquiera se nos permite ejercer arqueología tanguera, porque los lugares no llegan muchas veces a madurar. En donde hasta los habitué se van a veces o se diluyen o cambian de vida y de aficiones y dejan espacios vacíos que son pronto ocupados.
Por otros milongueros, por otras milongas o por mas espacios vacíos.
Y puede que una milonga no se mantenga mucho en el tiempo ni en el espacio, pero si en la intensidad con la que la recuerdan aquellos que la quisieron bien, que bailaron encantados y agradecidos muchas o pocas noches.
En mis casi 19 años de baile, emigrado, interrumpido, desencantado y re-encontrado —pero nunca olvidado—, he visto como se abrían y cerraban milongas e incluso como lugares queridos se iban transformando en otra cosa diferente hasta que definitivamente se cerraban.
Cerraban, pero no terminaban. Porque, de alguna forma, todas las milongas a las que uno ha ido siguen con uno mientras uno sigue en las milongas.
Y así como los mismos pasos son totalmente diferentes en cada tanda, en cada noche, cada vez que bailamos, la percepción y el alma de las milongas esta ahí, aun cuando han desaparecido. Y cada uno tiene un recuerdo diferente de ese lugar que lo hace especial. Y cada espacio físico en donde alguna vez hubo una milonga guarda esa impregnación de abrazo y emoción, ese aroma entre dulce y desencantado de los abrazos perdidos y los amigos ausentes.
Las milongas no cierran, ni se acaban. Son como hogueras en el camino, de tu experiencia milonguera de vida, fuegos aguardando con su calor dulce para calentar tus pies y tu alma. Puede parecer que bajo las cenizas no haya nada, pero debajo, en el calor están los rescoldos. Y nosotros, los viajeros del compás, protegemos el fuego en nuestros corazones y vamos inflamando la oscuridad con nuestra pasión, allí, donde parezca mas oscuro, y donde por el rumor se adivine los acordes melodiosos.
Eso es tango. La elegancia de la pérdida atesorada en el cariño del recuerdo. Lo que ya no es, redivivo en un paso o una cadencia que se niega a marcharse. Y la alegría de re-encontrar milongas que se habían perdido por el camino y que vuelven, como si nunca se hubieran ido.
Y puede que una milonga no se mantenga mucho en el tiempo ni en el espacio, pero si en la intensidad con la que la recuerdan aquellos que la quisieron bien, que bailaron encantados y agradecidos muchas o pocas noches.
En mis casi 19 años de baile, emigrado, interrumpido, desencantado y re-encontrado —pero nunca olvidado—, he visto como se abrían y cerraban milongas e incluso como lugares queridos se iban transformando en otra cosa diferente hasta que definitivamente se cerraban.
Cerraban, pero no terminaban. Porque, de alguna forma, todas las milongas a las que uno ha ido siguen con uno mientras uno sigue en las milongas.
Y así como los mismos pasos son totalmente diferentes en cada tanda, en cada noche, cada vez que bailamos, la percepción y el alma de las milongas esta ahí, aun cuando han desaparecido. Y cada uno tiene un recuerdo diferente de ese lugar que lo hace especial. Y cada espacio físico en donde alguna vez hubo una milonga guarda esa impregnación de abrazo y emoción, ese aroma entre dulce y desencantado de los abrazos perdidos y los amigos ausentes.
Las milongas no cierran, ni se acaban. Son como hogueras en el camino, de tu experiencia milonguera de vida, fuegos aguardando con su calor dulce para calentar tus pies y tu alma. Puede parecer que bajo las cenizas no haya nada, pero debajo, en el calor están los rescoldos. Y nosotros, los viajeros del compás, protegemos el fuego en nuestros corazones y vamos inflamando la oscuridad con nuestra pasión, allí, donde parezca mas oscuro, y donde por el rumor se adivine los acordes melodiosos.
Eso es tango. La elegancia de la pérdida atesorada en el cariño del recuerdo. Lo que ya no es, redivivo en un paso o una cadencia que se niega a marcharse. Y la alegría de re-encontrar milongas que se habían perdido por el camino y que vuelven, como si nunca se hubieran ido.
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