Mi amiga Stella Martinez, gran milonguera me hizo acordar, quien sabe porque de esta peculiar milonga, que supo estar en un viejo galpón que pertenecía a un antiguo gallinero comunitario y que llevaba un consorcio formado por tres amigos que compartian apellido: Ivan, Salmud y Eugenio Trozco. Suelo de tierra apisonado y regado, mesas de chapa y latón en los que el oxido y el chauvinismo habían borrado las publicidades. Una barra al fondo, hecha con cuatro caballetes y dos tablones en la que se vendían solamente empanadas, sanguches de mortadela hechos con galleta criolla, choripanes ahumados al tacho, vino en jarra, el típico pingüino que se acompañaba con vasos plásticos y agua o zumos de uva y granadina para los abstemios, todo a precio de peña de humanidades.
Al costado, en una mesa hecha con cajones de manzanas estaba el equipo: una disketera doble y cincuenta o sesenta Cds entre los que destacaban La típica Victor, Canaro, Firpo y la sonora Rascabuches. Nunca tuvo dijey. todos los discos tenían tapadas las carátulas. Los de tango con cinta roja y luego había diez solo de milonga y diez de valses, en verde y azul, lo que aseguraba que la selección fuera surtida y aleatoria, pues cualquiera que se acercara a la mesa podía poner el cd, en la disketera. Había eso si, un cd en negro, con lo que se consideraba una seleccion de los mejores tangos, para la ultima tanda y seis o siete cumparsitas.
Esto hacia que la milonga fuera divertida y que la gente bailara sin echarle la culpa a nadie.
Con la entrada, que costaba solamente 2 pesos, se entregaba un numérito escrito a lapiz en hoja de cuardeno Laprida, que servía para un sorteo. Pero allí no se regalaba nada. Quien resultaba ganador se encargaba de hacer la exhibicion de la noche y esto hacia que todos los que asistían pudieran alguna vez experimentar los aplausos o los abucheos del publico, que por lo general era
complaciente, aunque se recuerda mucho a Titin Pelourson y Dina Bichu, quienes malinterpretando el concepto democrático y popular se mandaron una encadenación de piruetas, volteretas, sacadas y acrobacias aereas inapropiados para el lugar, y que les granjearon una corrida con elementos manchantes, además de perder en la carrera su paga: la cuarta parte de los dos pesos de la entrada. También perdieron la opción a enseñar antes de la milonga de la semana siguiente, practica que aseguraba clases y tutorias, aunque cualquiera podía proponer un paso y enseñarlo.
La ronda era fluida, porque el suelo de tierra no permitia mucho giro ni verduras. Lo que obligaba a caminar en el compás. Si veían a alguno intentando hacer firuletes lo mandaban al costado, en donde alguien había intentado hacer una cancha de bochas fallida, pues era de parquet. Allí se hacinaban siempre cuatro o cinco parejas que se desfogaban con giros y sacadas sin molestar a nadie.
Se bailaba distendido, se conversaba amigablemente, siempre de causas perdidas, se comía con ganas y se bebia el peor vino, capaz de producir una resaca atroz, migrañas y conciencia social. Al final de la noche con la cumparsita llegaba el cántico final, coreado por todos los asistentes: "La internacional" en ritmo de dos por cuatro y todos salían a la pista e intercambiaban abrazos brindis y empanadas.
La MILONGA PUEBLO, duró un año. Los amigos Trozcos siempre estaban llorando miseria y haciéndose los humildes mientras se llenaban los bolsillos con la barra y la concurrencia que llego, en sus mejores noches a las quinientas personas. Un viernes de invierno, los milongueros encontraron el gallinero cerrado y desmantelado. A la otra semana una cuadrilla de obreros que estaban poniendo los cimientos para un centro comercial. Los Trozcos están en paradero desconocido desde entonces.
A veces, cuando el vino de una milonga es tan intomable que no sirve ni para buches, me acuerdo de aquella milonga y tengo ganas de volver a bailar en su pista de tierra.
Pero al final, lo único que consigo es un monumental dolor de cabeza que a veces me dura un par de días, como la melancolía.
Al costado, en una mesa hecha con cajones de manzanas estaba el equipo: una disketera doble y cincuenta o sesenta Cds entre los que destacaban La típica Victor, Canaro, Firpo y la sonora Rascabuches. Nunca tuvo dijey. todos los discos tenían tapadas las carátulas. Los de tango con cinta roja y luego había diez solo de milonga y diez de valses, en verde y azul, lo que aseguraba que la selección fuera surtida y aleatoria, pues cualquiera que se acercara a la mesa podía poner el cd, en la disketera. Había eso si, un cd en negro, con lo que se consideraba una seleccion de los mejores tangos, para la ultima tanda y seis o siete cumparsitas.
Esto hacia que la milonga fuera divertida y que la gente bailara sin echarle la culpa a nadie.
Con la entrada, que costaba solamente 2 pesos, se entregaba un numérito escrito a lapiz en hoja de cuardeno Laprida, que servía para un sorteo. Pero allí no se regalaba nada. Quien resultaba ganador se encargaba de hacer la exhibicion de la noche y esto hacia que todos los que asistían pudieran alguna vez experimentar los aplausos o los abucheos del publico, que por lo general era
La ronda era fluida, porque el suelo de tierra no permitia mucho giro ni verduras. Lo que obligaba a caminar en el compás. Si veían a alguno intentando hacer firuletes lo mandaban al costado, en donde alguien había intentado hacer una cancha de bochas fallida, pues era de parquet. Allí se hacinaban siempre cuatro o cinco parejas que se desfogaban con giros y sacadas sin molestar a nadie.
Se bailaba distendido, se conversaba amigablemente, siempre de causas perdidas, se comía con ganas y se bebia el peor vino, capaz de producir una resaca atroz, migrañas y conciencia social. Al final de la noche con la cumparsita llegaba el cántico final, coreado por todos los asistentes: "La internacional" en ritmo de dos por cuatro y todos salían a la pista e intercambiaban abrazos brindis y empanadas.
La MILONGA PUEBLO, duró un año. Los amigos Trozcos siempre estaban llorando miseria y haciéndose los humildes mientras se llenaban los bolsillos con la barra y la concurrencia que llego, en sus mejores noches a las quinientas personas. Un viernes de invierno, los milongueros encontraron el gallinero cerrado y desmantelado. A la otra semana una cuadrilla de obreros que estaban poniendo los cimientos para un centro comercial. Los Trozcos están en paradero desconocido desde entonces.
A veces, cuando el vino de una milonga es tan intomable que no sirve ni para buches, me acuerdo de aquella milonga y tengo ganas de volver a bailar en su pista de tierra.
Pero al final, lo único que consigo es un monumental dolor de cabeza que a veces me dura un par de días, como la melancolía.
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