Desde que el tango es tango y el mundo fue y será una porquería, existen bailarines y bailantes, estrellas, notoriedades, notables, desdeñables, payasos y patetistas. Las pistas de cualquier país polinizado por el tango están llenas de esta variopinta mezcla que permite disfrutar a los que sienten el ritmo en las venas o a los que les pica la garganta por el puro y secreto arte de reírse de los demás, esa costumbre tan argentina que se practica en paseos, bares y mesas a las que dos o tres amigos apuntalan con una botella de vino
o cerveza y algunos manices. Es una practica maliciosa y no exenta de peligro, como bien saben aquellos que abusan del cuchicheo y cada tanto topan con algún baqueano de fino oído que los oye y decide hacer justicia por su cuenta repartiendo un par de mamporros bien dados. Que se lo digan sino al jeton Arroyo, a quien le retocaron estéticamente los ijares y la mandíbula en cuatro ocasiones por culpa de su estentórea voz y su poca discreción. Retomo, en ese caldo de cultivo que es la pista, nos es dado a veces entrever los parches y las costuras del baile. Tal es el caso de Crispulo Habitachi, que presumía públicamente de ser un arreglador de pasos. Este sujeto establecía a priori un distanciamiento entre su saber y el de cualquier pobre milonguera a la que sacara a bailar. Entendiendo como saber todo movimiento coreográfico previamente establecido y estudiado, concertado previamente con el musiquero de la milonga a la que pensaba asistir a la noche. Para el no había margen de error, pues comprendia que en su concepción de la danza la improvisación era un accidente, un obstáculo a subsanar. Así, cuando este tipo decidía que las piernas de su compañera no lo acompañaban en el derrotero que habia marcado a sus propios pasos modificaba rápidamente su trayectoria con algunos yeites que "según el" corregían el desaguisado de la milonguera. Entiendase yeite como un chapucero arreglo de postura o piernas que ponía en evidencia la "baja calidad de danza" de la milonguera y la pericia extrema de Rispulo, que se definía como "un orfebre cuyas herramientas son su sentido del compás y sus materiales la escoria que queda en el crisol y que puede rascarse con un cepillo para realizar una pequeña gema de la creatividad".
Se comprenderá que semejante engreído no tenia ningún tipo de crédito en ninguna milonga, viéndose frecuentemente obligado a migrar a otras localidades pues una vez conocidos sus aires de grandeza no había ninguna milonguera que accediera a una ronda.
Así fueron pasando los años, se le fue cayendo el pelo, los embates de la vida lo golpearon sin piedad y en el banco prestamista...disculpen, Daria, mija!, bajeme el Pugliese que me distraigo!!!. Digo, que el sanguango este fue rechazado por igual en casi todas las milongas a las que asistió y en algunas ni siquiera lo dejaron entrar, escudándose en el cartel "la casa se reserva el derecho de admisión". Por lo que concibió la idea de fundar su propia milonga, rodeándose de otros pasmarotes y adulones a los que compraba con vino barato y palitos fritos de bolsa grande. Como Kurtz en "El corazón de las tinieblas", quiso ser un rey de dominios decadentes, pues solo accedió a la ronda de un bar de carretera, frecuentado por camioneros y rascabuches de fondo de vaso. Allí predicaba sus enseñanzas con despotismo y sin alabanza hasta que cansados de sus malos tratos, los pocos alumnos que tenia lo abandonaron todos a una dejándolo en la pista desierta, mientras sonaba una versión particularmente repugnante de "azúcar, pimienta y sal". Enceguecido por el abandono confundió a sus desaparecidos alumnos con un contingente de policías jubilados que en transito vacacional iban en colectivo a su colonia.
Pego tres gritos y los jubilados, aun en forma le arreglaron la cara a bastonazos.
Hay quien dice que lo vio en los margenes de alguna milonga al aire libre, aconsejando en voz baja a algún novicio despistado y hay quien afirma que a veces, cuando en la ronda pierde el compás, el espíritu de Habitachi le guia los pasos con uno de sus yeites.
Pero eso, como lo del zapatero fantasma que te pega los cromos cuando se te despegan en medio de la milonga, es una leyenda urbana.
o cerveza y algunos manices. Es una practica maliciosa y no exenta de peligro, como bien saben aquellos que abusan del cuchicheo y cada tanto topan con algún baqueano de fino oído que los oye y decide hacer justicia por su cuenta repartiendo un par de mamporros bien dados. Que se lo digan sino al jeton Arroyo, a quien le retocaron estéticamente los ijares y la mandíbula en cuatro ocasiones por culpa de su estentórea voz y su poca discreción. Retomo, en ese caldo de cultivo que es la pista, nos es dado a veces entrever los parches y las costuras del baile. Tal es el caso de Crispulo Habitachi, que presumía públicamente de ser un arreglador de pasos. Este sujeto establecía a priori un distanciamiento entre su saber y el de cualquier pobre milonguera a la que sacara a bailar. Entendiendo como saber todo movimiento coreográfico previamente establecido y estudiado, concertado previamente con el musiquero de la milonga a la que pensaba asistir a la noche. Para el no había margen de error, pues comprendia que en su concepción de la danza la improvisación era un accidente, un obstáculo a subsanar. Así, cuando este tipo decidía que las piernas de su compañera no lo acompañaban en el derrotero que habia marcado a sus propios pasos modificaba rápidamente su trayectoria con algunos yeites que "según el" corregían el desaguisado de la milonguera. Entiendase yeite como un chapucero arreglo de postura o piernas que ponía en evidencia la "baja calidad de danza" de la milonguera y la pericia extrema de Rispulo, que se definía como "un orfebre cuyas herramientas son su sentido del compás y sus materiales la escoria que queda en el crisol y que puede rascarse con un cepillo para realizar una pequeña gema de la creatividad".
Se comprenderá que semejante engreído no tenia ningún tipo de crédito en ninguna milonga, viéndose frecuentemente obligado a migrar a otras localidades pues una vez conocidos sus aires de grandeza no había ninguna milonguera que accediera a una ronda.
Así fueron pasando los años, se le fue cayendo el pelo, los embates de la vida lo golpearon sin piedad y en el banco prestamista...disculpen, Daria, mija!, bajeme el Pugliese que me distraigo!!!. Digo, que el sanguango este fue rechazado por igual en casi todas las milongas a las que asistió y en algunas ni siquiera lo dejaron entrar, escudándose en el cartel "la casa se reserva el derecho de admisión". Por lo que concibió la idea de fundar su propia milonga, rodeándose de otros pasmarotes y adulones a los que compraba con vino barato y palitos fritos de bolsa grande. Como Kurtz en "El corazón de las tinieblas", quiso ser un rey de dominios decadentes, pues solo accedió a la ronda de un bar de carretera, frecuentado por camioneros y rascabuches de fondo de vaso. Allí predicaba sus enseñanzas con despotismo y sin alabanza hasta que cansados de sus malos tratos, los pocos alumnos que tenia lo abandonaron todos a una dejándolo en la pista desierta, mientras sonaba una versión particularmente repugnante de "azúcar, pimienta y sal". Enceguecido por el abandono confundió a sus desaparecidos alumnos con un contingente de policías jubilados que en transito vacacional iban en colectivo a su colonia.
Pego tres gritos y los jubilados, aun en forma le arreglaron la cara a bastonazos.
Hay quien dice que lo vio en los margenes de alguna milonga al aire libre, aconsejando en voz baja a algún novicio despistado y hay quien afirma que a veces, cuando en la ronda pierde el compás, el espíritu de Habitachi le guia los pasos con uno de sus yeites.
Pero eso, como lo del zapatero fantasma que te pega los cromos cuando se te despegan en medio de la milonga, es una leyenda urbana.
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