La mañana se avezaba lluviosa en el puerto de Tarragona. Algunos paseantes perdidos deambulaban a merced de las ráfagas de viento en el Serrallo. Si mi cliente no llega pronto, pensé, tendré que abandonar la primitiva idea de un menú con pescado por otras suculencias de la tierra, mas contundentes y acordes con el clima. Por lo pronto disfrutaba con la vista de los imponentes barcos a reparo y degustando una menta con hielo. El cliente llegó por fin en uno de esos coches pura chapa, reliquias de tiempos idos, un dinosaurio color negro y solferino que aparcó sin ceremonia casi frente a mi mesa. Era un hombre de cabellera profusa y marañosa, vestido con un gabán de cuero que apenas sujetaba su barriga, y ropa en tonos a juego con el coche. Un par de quevedos miel clara le protegían los ojos de mirada insaciable, del polvo volador. Supo que era yo por el impermeable negro, el bigote daliniano y el libro de poemas de Marilyn. Apenas me vio vino a la mesa. —Creo que me busca, si respond