—Eso que los creyentes, llaman el cielo, no es una locación imperturbable —dije mirando a los demás lusiardianos, huérfanos del «Oriental» la milonga al aire libre que ahora solo existía en nuestro recuerdo. Era una noche triste de sábado en que no había una sola milonga en la ciudad condal. Estábamos en la semi penumbra del bar «Roñoso» compartiendo licores de garrafa a la mortecina luz de un par de quinques de kerosén, rescatados del almacén del decrépito establecimiento, luego de que un vendaval de agua cortara toda posibilidad de luz eléctrica en cinco manzanas a la redonda. En la cocina tres espitas con espetones que mantenían caliente un caldero lleno de aceite para las habituales frituras y otras excrecencias alimenticias, completaban la siniestra iluminación de la taberna, con su característico mural en que se recreaban los bailongos de las cuatro edades del tango: la de oro, la de plata, la de bronce y la nuestra, que nuestro filósofo de cabecera había bautizado como la edad