Aquí no. No es posible, pensó el muchacho mirando el cielo de octubre, ese cielo tan extraño al nubarrón, a la inclemencia. Luego, su giro voleado en los últimos compases de un Fresedo lo alejó de la inquietud y lo metió de lleno en la noche qué, más allá de los dos focos y la ristra de leds, se posaba segura sobre el parque. En la cúspide de la fuente, el espacio donde se milongueaba todos los sábados hasta bien entrado el otoño, quedaban como mucho seis o siete parejas. El aire traía cargas, olores de tierra que presiente la afrenta de la lluvia, fresco y calor, mezclados por quienes prolongaban el estío con sus ansias. Un refucilo partió el cielo en dos. Los antiguos dioses son capaces de atrapar el aire con sus manos y romperlo como una foto vieja. T odo nuestro mundo cabe en una de los cuartos más pequeños de la divinidad, en una caja con postales que espera su destino de basura en el cuarto polvoso de su mansión vacía, pensó. Y luego ¡Que bien que ...